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Lucrecio

Mística y política

Pocas noticias tan fascinantes recuerdo en los últimos meses. Ninguna con relevancia mayor para el análisis de eso que es paradoja esencial de nuestro tiempo: la locura del infantil progresismo de ayer, trocado hoy en integrismo religioso.

ETA proveyó de explosivos a Hamas. Parte de la dinamita robada en Francia acabó despedazando adolescentes israelíes a la puerta de una discoteca de Telaviv. En el nombre del Altísimo. Y los revolucionarios marxistas-leninistas de ayer sellaron con sangre su alianza logística con los guerreros del más medievalizante de los dioses.

No hay lucha armada que no repose sobre una casi infinita sed de épica. Desde Homero, todo hombre culto sabe eso. Porque sólo el bien trabado sintagma de mitologías que compone una épica puede alzar la fantástica escenografía de la identidad de grupo, tribu, nación, patria... Paraíso, en suma. Y sólo en nombre del paraíso dar a la vida –o los incontables años de cárcel en los cuales puede acabar por resumirse una vida– algo así como un simulacro de sentido.

El siglo XIX, que había enterrado a los dioses –que eso creía, al menos–, suplió muy deprisa el vacío. Tal vez, porque vivir en el vacío sólo es dado a muy pocos hombres y muy inteligentes. La Nación se puso donde Dios estaba. Y la religión de la Nación se llamó, desde 1793, terrorismo: primado de la violencia del Estado revolucionario por encima de cualquier derecho.

Anacrónica, como todo un País Vasco hecho esencialmente de anacronía, ETA nació sobre las simbólicas bien codificadas del nacionalismo del siglo XIX. Encubiertas apenas bajo una jerga marxista-leninista casi de escuela primaria. El fin de los años 80 sería mortífero para el imposible ajuste entre realidad y palabra: y la oratoria aranista tomó el lugar de un Marx demasiado conceptualmente refinado para los chicos de los hierros. La paradoja pervivió. Si cabe, bajo una forma más extrema: la reivindicación de una identidad nacional, en el instante mismo en el que Europa veía desaparecer las naciones forjadas por el siglo precedente. Una nación es, antes que nada, un banco emisor y un ejército. Lo que ya, en Europa, nadie tendrá dentro de seis meses. De la mitología nacionalista, ETA (y PNV, en esto idéntico) sólo pudo disponer ya de la mitología. Sin contenido alguno. Religión salvífica.

De mito a mito, de religión a religión, de integrismo a integrismo, ETA ha descubierto a sus únicos iguales en el inicio del siglo XXI. No ya siquiera el rancio catolicismo de los irlandeses. Algo más puro: el Islam homicida de increyentes, el teocrático Islam de los mullahs armados.

Del comunismo nacional al Dios de los ejércitos. Hace mucho, de verdad, que no asistía al despliegue de una metáfora de tan primordial belleza.

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