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Federico Jiménez Losantos

El policía bueno y el policía malo

Al PSOE le dio muy buen resultado el reparto de papeles entre González y Guerra. Uno era el estadista, el sensato, el pactista, buena persona en el fondo. El otro era el partidista, el sectario, el implacable, el mal bicho, cuyo único antídoto era Felipe. El resultado final era que mientras Alfonso se dedicaba a apedrear los cristales del Bronx, González recorría luego las tiendas apedreadas cobrando “protección” para que la cosa no llegara al incendio provocado. A UCD la trajeron de cabeza con esa técnica, que no es sino la del policía bueno y el policía malo. El malo insulta y golpea al detenido; el bueno llega después, afea al malo su proceder, le da un cigarrillo al maltrecho interrogado y se ofrece como confidente para evitarle otra sesión del malo. Nada más sencillo. Nada más eficaz, a tenor del tiempo que dura la fórmula. Pues bien, Zapatero ha decidido, cómo no, hacer de policía bueno, de oposición responsable, de estadista en ciernes. Ya se encargarán los demás --políticos, periodistas y fiscales-- de Piqué y de lo que sea menester. Él, a cuidar la imagen del que no rompe un plato, aunque sabe que sus amigotes están haciendo trizas la vajilla.

Lo más interesante y, al tiempo, lo más preocupante, es que la coordinación de Zapatero no la hace con otros compañeros de partido, como antaño, sino con otros poderes que forman el Complejo PSOE: Ferraz, Gobelas y, sobre todo, los jueces y fiscales felipistas coordinados con el Imperio Prisa, que son los verdaderos arietes contra el Gobierno del PP. El Gobierno de Aznar se ha creído esa idiotez del pacto de Estado sobre la Justicia, olvidando que el PSOE jamás cumple lo pactado, salvo que le convenga. Y que, en la oposición, el Parlamento es sólo una pieza, nunca esencial, en la crítica y demolición política del partido gobernante. Zapatero ha aprendido la lección. Aznar, por lo visto, se ha olvidado de la suya.

Lo mejor del caso Piqué es que actualiza la necesaria y permanente lucha contra la corrupción en la clase política. Lo peor, que va a ser objeto de un cambalache doblemente inmoral: Aznar asume la doctrina de González sobre las responsabilidades políticas dependientes sólo de las judiciales y Zapatero asume que la oposición no tiene derecho a pedir responsabilidades políticas, a cambio de que los poderes fácticos de su cuerda pasen factura de unas responsabilidades y de las otras, con Villarejo y Castresana o con Pradera y Gabilondo, según los lugares y los momentos más adecuados para el acoso y derribo del político “tocado”. El resultado es que en el Parlamento no se lleva a cabo un debate decente donde se cobren facturas políticas por la corrupción. Pero ya pasará luego Polanco vestido de El Cobrador del Frac. La corrupción está a punto de alcanzar un estadio nuevo: el de la clandestinidad por consenso. Y a ese estado queda reducida la moral pública: al de una inconfesada pero evidente clandestinidad.

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