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Lucrecio

Pasar al acto

Tal vez fuera el deseo largamente acunado. O tal vez, sin más, la necesidad de encubrir una derrota: particularmente amarga. Pero, masivamente, la opinión pública española se plegó al equívoco. Luego de que el recuento de las últimas elecciones vascas revelara lo peor –la derrota de la gran batalla contra el nacionalismo–, una piadosa cantinela si abrió paso: en el fondo habría sido una victoria, puesto que derrotado quedaría el nacionalismo terrorista (EH) y vencedor el “moderado” o “democrático” nacionalismo del PNV. Nadie quiso entender –o afrontar, al menos– que “nacionalismo moderado” o “nacionalismo democrático” es un doloroso oxímoro. Que no hay nacionalismo que pueda desplegar su lógica de otro modo que no sea el de la exclusión –material como simbólica, racial como lingüítica– del otro.

Ibarreche en Madrid nos pone ante la realidad. Era hora.

¿Qué pasó en aquellas elecciones? Una concentración de fuerzas. Materialmente forzada por la intensidad límite de un conflicto civil (yo prefiero llamarlo por su nombre, “guerra”, pero entiendo que esa brutalidad léxica sea difícilmente aceptable). Partida por la mitad, la sociedad vasca agrupó sus fuerzas en torno a la fortaleza axial de los momentos de crisis: el Estado. Pero hay dos Estados: el que constitución e instituciones regulan (el español, que agrupó, por primera vez a todos los partidos constitucionales) y el Estado alternativo, geográficamente bien acotado, al cual llamamos PNV.

Digo, con toda deliberación, “llamamos”, porque el PNV no es un “Partido”, ni siquiera el Partido, como aspiraron a serlo las organizaciones Kominternianas. El de Sabino Arana, y hoy de Arzallus, no nació con perspectiva de concurrencia política dentro de un marco institucional de juego. Nació como Estado Vasco. Como tal, inventó bandera, lengua, mitologías. Como tal, se ha comportado hasta hoy. Con un matiz importante, a partir de las últimas elecciones: la génesis de una correlación de fuerzas que le permite plantear el paso de Estado paralelo —no tan lejano al que constituyeron las mafias sicilianas en el momento de la formación del Estado italiano, soberbiamente analizado en El Gatopardo de Lampedusa–, a Estado oficial.

Que el voto de ETA se desplazase de EH a PNV, es cualquier cosa menos un consuelo. Significa, sencillamente, que el Estado-PNV ha cerrado su ciclo de consolidación como referente institucional único del independentismo vasco: y que, en el futuro, será él quien administre los costes y beneficios de la acción armada. Y que, a partir de ahí, nada recompondrá una sociedad, la mitad de la cual ese Estado-PNV excluye.

Ha venido Ibarreche a Madrid a dejar fría constancia de eso. Nadie que no esté loco puede seguir engañándose acerca de lo que viene luego. Es el paso al acto de un proyecto loco. Y el paso al acto de la locura se llama, en psicoanálisis muerte.

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