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Lucrecio

El precio de Arafat

Es la guerra. No la vieja guerra de movimientos. Menos aún la, arqueológica, de trincheras. Es otra la que transcurre entre Israel y Palestina. Especialmente cruel. Contra la población civil israelí, la que los palestinos libran. Contra los jefes militares palestinos, la que Tsahal despliega. Dudo que nadie pueda ya pararla. Su destino es militar tan sólo. Mejor que se resuelva cuanto antes.

Las dos lógicas bélicas en despliegue derivan de reglas de juego político incompatibles.

La guerra de Israel es clásica en su concepción política, por más que sus innovaciones en lo técnico sean espectaculares. Consiste en golpear directamente el cuartel general enemigo, mediante acciones de alta precisión por detrás de la línea de frente.

La guerra palestina es una fantástica combinación de cruzada religiosa y sabia utilización del formidable masoquismo autopunitivo que impera en el occidente opulento. Suicidas integristas se encargan de sembrar el terror más indiscriminado. Yasir Arafat (quien, sin el menor asomo de duda, es el vértice de las operaciones) juega el papel de comadre llorona cada vez que el ejército israelí da la respuesta selectiva a esos actos. Todo el mundo sabe que Hamas y Yihad operan bajo cobertura –y más que verosímil coordinación– de la policía personal del Presidente palestino. La verdadera pregunta, la enigmática, la que nadie parece atreverse a formular es ésta: ¿por qué Israel preserva con tanto mimo la vida del responsable último de la masacre, mientras va eliminando a sus lugartenientes?

Arafat es uno de los políticos más siniestros del siglo XX: su historial de asesinatos (entre amigos como entre enemigos) no tiene equivalente en el último medio siglo. Y puede que ésa sea la respuesta. No existe tipo siniestro que no tenga un precio. ¿El de Arafat? Todo el mundo lo sabe: el poder vitalicio.

Pero un Estado democrático como Israel se envilece al negociar con semejante delincuente y en semejantes términos. Y, al final, la guerra que vendrá será más dura.


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