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Lucrecio

Contra el masoquismo político

A la escena asistí hace ya bastantes años. Me vuelve a la memoria en estos días extraños, de guerra y necedad humanitaria. No puedo fijar la fecha. Final de los ochenta, supongo. Sucede en un bar de San Sebastián y mi interlocutora tiene un whisky con hielo en la mano. “Si a los americanos les cae tan mal Jomeini” —está proclamando, y lo hace con la mayor seriedad del mundo, no era el sentido del humor virtud mayor de aquella amiga mía— “será que algo bueno tiene”. Traté de imaginar en qué estado quedaría mi interlocutora, roja ella y excelente trasegadora de brebajes de graduación alta, tras el codificado tratamiento lapidario, de rigor en el Irán de los ayatollahs para las demoníacas criaturas de su especie. Un deplorable exceso de cortesía y una cierta fragilidad de estómago me impidió narrárselo en detalle.

Puedo entenderlo todo —o casi— en política. Salvo el masoquismo extremo de quienes, en una Europa sumamente confortable, salen a la calle para defender a quienes, de echarles mano encima, les harían algo bastante más cruel que picadillo. Me hundió en una franca depresión comprobar cuánto viejo colega de izquierdismo histórico salió, hace once años, en defensa del mayor torturador y exterminador de izquierdistas vivo: un neonazi confeso (el Baaz no fue, en su fundación, sino la versión árabe del Partido Nacional Socialista hitleriano), llamado Sadam Husein. Recuerdo haber preguntado a alguno de ellos, entonces: ¿pero tú sabes lo que harían con un rojo como tú en el Irak de Sadam? Su respuesta me dejó fatal: “Claro que lo sé. Pero éste no es un asunto personal”. Idéntico argumento llevó, en su día, a mantener una mortífera ambigüedad, más allá de racionalidad alguna, hacia el genocidio estaliniano. Idéntico argumento se perpetuó —se perpetúa— en torno a la dictadura castrista.

Quienes ahora salen a la calle en Europa, en compasiva condena del bombardeo contra el criminal régimen afgano, no podrían jamás ni soñar hacerlo en Kabul. Hace muchos años que hubieran sido ejecutados. ¿Cuál de los jóvenes antiglobalizadores (de ambos sexos), que pasean en las capitales europeas sus pancartas antiamericanas hubiera logrado sobrevivir más de diez minutos a la teológica fulminación de los clérigos talibán? Y, al lado del apaleamiento y la lapidación, que son norma en el régimen islamista, la silla eléctrica o el pelotón de fusilamiento parecen casi una bendición del cielo.

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