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Lucrecio

Después de los talibanes

Alucinaciones apocalípticas aparte, nada mueve a pensar que la campaña de Afganistán pueda prolongarse más allá de dos o tres semanas. En ese tiempo, el poder teócrata habrá de estar derrocado en Kabul y Kandahar y un nuevo gobierno (previsiblemente de coalición, pero eso quiere decir, en sí mismo, bastante poco) puesto al frente del país. No carece de verosimilitud que los guerrilleros islamistas logren mantener santuarios en las zonas montañosas más inaccesibles durante el invierno. Pero eso será necesariamente residual.

Cualquier comparación con lo sucedido en los años de ocupación soviética es inoperante. La guerrilla no cuenta, en estos momentos, con ningún aliado que pueda proporcionarle suministros. Su logística tiende peligrosamente a cero. Y, lo que es aún más decisivo, carece de retaguardia: todas sus fronteras le son hostiles. Incluida la que linda con el antaño hermano mayor pakistaní (pakistaníes fueron los primeros talibanes): más que ningún otro, está interesado Musharraf en liquidar a los, hoy para él mortíferos, últimos retoños del integrismo. ¿Bin Laden? Tal vez caiga ahora. Tal vez, después del invierno. Su destino está echado: es hombre muerto. Su última posibilidad –ése sí hubiera sido un golpe magistral– la ha dejado pasar: la que consistiría en entregarse a un organismo internacional y forzar su juicio público. El efecto propagandístico sobre los combatientes internacionales del Grande y Misericordioso –ése que dicta coranes en sus ratos libres– de una tribuna pública de tales dimensiones mediáticas hubiera sido infinitamente más letal que la operación misma de las Torres Gemelas. Ahora es tarde. Nadie le dará esa majestuosa oportunidad que él ha despilfarrado. Es un cadáver andante.

Dos semanas, pues. Tres como mucho. Lo importante viene luego. No pienso siquiera en el desarrollo de esa “nueva guerra fría” de que habla la administración estadounidense y que llevará, desde luego, décadas: la que redibuje mapas y administraciones en el Cercano Oriente y, sobre todo, redefina el estatuto de los grandes yacimientos petrolíferos del Golfo, que sirvieron, durante años, para financiar el islamismo armado.

Hablo de Afganistán. De su futuro.

Antes de que los rusos metieran mano, era, el afgano, un régimen político laico e imperfectamente democrático. Tras más de dos décadas de barbarie, no hay solución para Afganistán que no pase por una constitución no religiosa y de corte moderno, que garantice –entre otras cosas, pero de modo irrenunciable ésta– la absoluta plenitud legal, ciudadana y política de la población femenina, así como la impermeabilidad entre ley religiosa y ley civil.

No basta tomar Kabul. Si los aliados no imponen –digo “imponen” deliberadamente, imposición fue la democracia en Alemania e Italia en 1945 y más nos hubiera valido que lo hubiera sido también en España– un régimen constitucional sobre el territorio afgano, de muy poca cosa habrá servido esta guerra.

Aunque la cabeza del atroz Bin Laden penda de una pica. De lo cual no podré sino congratularme.

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