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Lucrecio

Fulgor de la caída

Hay una fascinación del mal y de la muerte. Que arraiga en estratos muy hondos de la conciencia humana –o, quizá más allá, en su inconsciente freudiano más recóndito—. Y en ella late lo más terrible: la memoria del predador que fuimos; del que, de un modo latente, seguimos siendo. Toda la historia del hombre –todo arte, toda literatura– está hecha de la paciente lucha contra la bestia en nosotros; esa bestia a la que nunca arrancaremos irreversiblemente de nuestras cabezas, pero en el combate intransigente contra la cual se cifra toda la terrible dignidad de ser hombre.

Al final, ese horror puro del abismo es lo que queda cuando todas las coartadas que lo prepararon van mostrándose irrisorias. Al fin, cuando somos capaces de afrontar nuestra turbia imagen en el espejo, entendemos que el horror no fue un medio para nada. Fue fin. Inconfesable y absoluto. Porque también en el mal –tal vez en el mal antes que en nada— hay, para los humanos, un rescoldo del imposible infinito. Nadie ha descrito eso mejor que el San Agustín, autobiográfico y trágico, que se extasía ante la propia experiencia de la seducción por la caída. “Torpe alma mía que, saltando fuera de tu base firme, te encaminabas al exterminio, no buscando en la ignominia algo, sino la ignominia misma”.

Nada me permite ya analizar las actuaciones armadas de los militantes de ETA en términos políticos. Por más que me fuerzo a tratar de hacerlo. La desmesura se ha tragado cualquier pensable relación entre fines y medios. Y no hay política que no se consume en el cálculo de esa economía. Lo que veo ante mí es más el trágico territorio de la hybris que aterrorizaba a los espectadores de Sófocles o Esquilo que nada acerca de lo cual quepa fijar regla y medida. Hace mucho que ETA me aparece sólo como la sombra anacrónica del nihilismo ruso de final del XIX en su forma más gris. Cuando ya ni el sistema de mitologías que sustentaba a aquella mísera generación de suicidas dostoyevskianos puede mover a otra cosa que a piedad o risa.

Nada. No hay nada tras la muerte. Ni estrategias ni tácticas. Nada tras el exterminio, el dolor, la locura de la acción que sólo produce sangre y sinsentido. Ni política ni proyecto. Todo se exhibe inútil. Esencialmente inútil. No hay ya siquiera aquella épica mentirosa (pero épica) de la revolución. Sólo mala religión patria. A los revolucionarios han seguido los teólogos del mal, los místicos del exterminio. En sí.

Amaui perire, escribe, como un latigazo Agustín de Hipona. “Amé perecer”: relámpago poético. Perdido. Blindada realidad: maté.

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