Menú
Lucrecio

Morir. Sin adjetivos

Sólo en énfasis cero puede ser dicha la muerte. El adjetivo trueca en calderilla lo infinito: no existe otro infinito en la vida de los hombres que no sea la muerte. Julio Fuentes fue asesinado por contar la guerra; exactamente por contar la guerra. No fue azar ni accidente. La lógica más rigurosa rige todo: tanto su empeño por saber como el empeño de los guerreros de Dios por impedir que se sepa. Nada —ni la emoción ni la ira— puede ocultar eso.

Ver, analizar, contarlo. Tal vez no haya otro modo de ser libre. No lo hay. Sobrevivir al abrigo de los riesgos no es difícil. Sobrevivir no es vivir. Para el animal efímero y consciente de su poco tiempo, la vida no se mide en cúmulo de días, meses, años. Se vive contra la tibia inercia de lo convenido. Se vive contra la pasividad. Contra la supervivencia. O no se vive. Se vegeta.

“Ni ley ni deber me invitaron a la lucha, / ni los estadistas, ni la turba clamorosa”: lo que W.B. Yeats plasma en el tal vez más hermoso de sus poemas es la mirada de un soldado, de “un aviador irlandés que prevé su muerte”. Es más que eso: la imagen misma de la condición humana en cuanto tiene de más irrenunciable, la certeza de esa absoluta soledad ante la vida, ante la muerte, que define la apuesta estética (la más alta apuesta ética) de un hombre libre.

“Un solitario impulso de deleite
me trajo a este tumulto entre las nubes;
todo lo ponderé y tuve presente,
vano aliento parecían los años por venir,
vano aliento los años ya partidos
que equilibran esta vida y esta muerte”.

“Todo lo ponderé”, invoca el aviador de Yeats. “Todo lo tuve presente”. Es libre sólo aquel que todo lo sopesa. Aquel que sabe que en cada apuesta está en juego el infinito. Y que un hombre libre es sólo aquel que acepta afrontar, ojos abiertos, su irrevocable condición efímera. Sin que ello turbe en nada su destino.

El mismo día en que Julio Fuentes fue asesinado por devotos del Dios más sanguinario, un pobre imbécil escribía por aquí que era la prensa internacional la “infantería ligera” de los Estados Unidos sobre suelo afgano. Tenía tal vez razón —sin saberlo— en una cosa: no hay peligro mayor que la verdad para gentes como Bin Laden u Omar; no hay peor enemigo que la verdad para los supersticiosos guerreros del Misericordioso. Uno suele equivocarse al identificar a los amigos; raras veces al reconocer al enemigo. El islamismo armado supo siempre que la prensa libre era su mayor enemigo: en Irak como en Somalia, en Gaza como en Argel, en Afganistán como en Yemen. Supieron a quienes mataban. A su bárbara manera, fueron infalibles.

En Internacional

    0
    comentarios