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Lucrecio

Política en la guerra

Una milimétrica precisión ha definido la campaña afgana. En lo militar, por supuesto: bombardeos de exactitud pasmosa han ido reduciendo a ceniza la máquina militar talibana. Y abriendo paso a las caóticas fuerzas opositoras, al ritmo implacable que la política lo exigía. Buena parte de la sabiduría desplegada por Estados Unidos en esta guerra ha estado más centrada en retrasar el desenlace militar que en acelerarlo. Un triunfo excesivamente rápido de las partidas de bandoleros que constituían la Alianza Norte hubiera supuesto matanzas atroces, en primer lugar. Luego, internos destripamientos entre señores de la guerra, tras los cuales Afganistán hubiera retornado a la situación inmediatamente anterior a la toma del poder por los seminaristas islámicos.

Hubiera sido la peor derrota. Los talibanes ganaron un cierto consenso popular, en su día, merced a su capacidad para poner en pie algo parecido a un Estado: un teocratismo feroz, que pusiese coto a los desmanes de los caudillos tribales. No fue un Estado, desde luego. No, al menos, lo que nosotros entendemos por tal: una máquina de poder capaz de operar con criterios de eficacia mundana. Nunca poseyó más discurso ni más legitimidad que la coránica. Pero aun esa cochambre supuso un avance respecto de la carnicería intertribal que siguió al descoyuntamiento soviético de la ya muy frágil sociedad afgana. Si la victoria estadounidense sobre el fanatismo talibán se hubiera cerrado (hubiera podido hacerse en menos de una semana forzando la intensidad y amplitud de los bombardeos) con el retorno a la fragmentación tribal y la carnicería en familia, el terreno habría quedado abonado para un irremisible retorno al integrismo islámico más fanático en no muy largo plazo de tiempo.

Ahora, el ejército americano está a las puertas de Kandahar. Y a las puertas de un gobierno de coalición están las fragmentadas fuerzas opositoras que se reúnen en Bonn. No son procesos independientes. Si sólo ahora los soldados americanos exhiben su actuación final contra la “ciudad santa” del mullah Omar es por una doble determinación. Implacable.

Uno: el alto mando americano piensa tener localizados a Omar y a Laden, y no tiene el menor propósito de encomendar su liquidación a fuerza vicaria alguna. Ni tayika ni pastún. Es esencial para la gran escena simbólica que el asesino de las torres gemelas sea borrado por fuerzas del ejército estadounidense.

Dos: el horizonte de constitución de un Estado afgano es, hoy, infinitamente más verosímil de cuanto podía siquiera imaginarse el ocho de octubre. Y el ejército americano podrá operar como el aliado de un germinal gobierno en tránsito a la legitimidad.

La guerra va a terminar. En el instante preciso. Aquel en el cual la política pueda normalizar sus resultados. Si la caída de Laden y la formación de un gobierno de consenso coinciden en el tiempo, Afganistán tendrá la primera ocasión de su historia para llegar a ser —pero no será fácil— un Estado moderno. A una guerra matemática debe seguir una matemática política de cobertura internacional al Afganistán que nace. Sólo entonces tanto sufrimiento habrá valido para algo.

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