No es ningún secreto que la guerra particular entre Menem y Duhalde por el liderazgo del peronismo se remonta a 1991, cuando Menem convenció a su colega de que renunciase a la vicepresidencia para que presentase candidatura al gobierno de la provincia de Buenos Aires. Menem le aseguró que él sería el próximo candidato a la presidencia. Pero defraudó las esperanzas de Duhalde, puesto que se las arregló para reformar la constitución argentina, de tal forma que pudiera presentarse para un nuevo mandato.
El actual presidente argentino aprendió de la jugarreta, y cuando Menem proyectaba cambiar de nuevo la constitución para presentarse por tercera vez, en 1999, amenazó con convocar un plebiscito en la provincia de Buenos Aires, de la que seguía siendo gobernador. Consciente de que le sería desfavorable, Menem tuvo que dar marcha atrás. Pero intrigó todo lo que pudo para que Duhalde no pudiera ganar las elecciones. Separó, mediante un decreto presidencial, la fecha de las elecciones al congreso de las presidenciales, con el objeto de que sus partidarios pudieran votar un congreso peronista y negar el apoyo a Duhalde simultáneamente.
Menem, que era consciente de la necesidad de realizar ajustes cuando abandonó la presidencia, confiaba en que el gobierno del FREPASO con De la Rúa iba a ser débil e impopular, lo que le permitiría presentarse como salvador de la patria en las elecciones presidenciales de 2003. Ciertamente, su análisis resultó correcto, más correcto incluso de lo que él hubiera deseado. La debilidad de De la Rúa quedó patente en su falta de decisión para apoyar a López Murphy y oponerse a sindicatos y peronistas irredentos en la última oportunidad que le quedaba a Argentina para sanear su situación. Tampoco supo prever las desastrosas consecuencias que iban a traer las jugarretas cambiarias con que Cavallo quería sustituir las tijeras del recorte presupuestario. La precipitación de los acontecimientos ha puesto en bandeja la presidencia a su rival, sin que éste haya tenido que pasar por las urnas.
Es por esto por lo que Menem, desde Chile, acusa a Duhalde de aliarse con los alfonsinistas, con quienes este último negoció para ocupar el sillón presidencial, y arremete contra De la Rúa con dureza inusual, acusándole de haber destruido el país en sólo dos años. Con alguna que otra concesión a la demagogia “¿cómo es posible que en nombre del justicialismo se rebajen los salarios de todos los trabajadores?”, hay que reconocer que su análisis es correcto: el detonante de la crisis fue la negativa de duhaldistas y alfonsinistas a ajustar el presupuesto de la provincia de Buenos Aires (la más rica y populosa de Argentina). El recorte de 2000 millones de dólares sobre un presupuesto de 10.000 quizá hubiera salvado la credibilidad argentina de cara al exterior. Es evidente que la salida de la convertibilidad empobrecerá al país, dificultará la salida del corralito (restricción al retiro de depósitos bancarios) y perjudicará enormemente a quienes perciban sus rentas en pesos, los sectores de la población más humildes.
Todo lo anterior es básicamente cierto. Y Menem ha empezado a jugar sus cartas para presentarse como la única opción posible para salir del caos. Sin embargo, hay que tener presente que él es el principal responsable (por omisión) de lo que actualmente sucede en Argentina. No aprovechó los años de bonanza económica internacional de los que disfrutó durante su mandato, ni los ingresos de las privatizaciones, que podría haber destinado a la amortización de la deuda pública (al contrario, Argentina se endeudó aún más, hasta tal punto que el servicio de la deuda consumía más de la mitad del presupuesto) ni para realizar las reformas fiscales, presupuestarias y de saneamiento de la ineficaz y corrupta burocracia estatal y sindical que tradicionalmente ha cortado las alas del país austral.
Quizá Menem tuviera razón cuando insistía en que necesitaba diez años más para consolidar las reformas estructurales. Pero en los momentos críticos de la presidencia de De la Rúa, cuando aún había esperanza de salvación, no movió ni un dedo para apuntalarle, aunque sólo fuera para salvar del derrumbe el modelo que había dado a Argentina el periodo de prosperidad más prolongado e intenso de su historia reciente. Probablemente pudo más su voluntad de poder que su voluntad de servicio a su país. Y es precisamente la voluntad de servicio, aun arrostrando la impopularidad, lo que ahora más necesita Argentina de sus políticos.
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