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Lucrecio

Libertarios de salón

Cuando la ficción prima, el deseo suplanta la realidad —o, más bien su ausencia—. Es la línea más recta a la catástrofe. Un flujo de deseo sin objeto llevó al sistema escolar español al mayor desbarajuste de su historia. Corrían los años ochenta y la realidad, es cierto, resultaba más bien insoportable para los ya cenicientos supervivientes de las mil asambleas estudiantiles de un cuarto de siglo antes. Trocados en corruptos pequeños funcionarios de un régimen descomunalmente corrupto, el felipismo, los tan mal avejentados izquierdistas de otro tiempo y otro mundo, ya marchitos, dieron con la pantalla sobre la cual proyectar viejas retóricas, ayunas ya de otra realidad que no fuera la oquedad de su propio restallar en el vacío.

La insurrección era ya cosa arqueológica. De la revolución, nada que no moviera a risa o a vergüenza pervivía. Izquierda era sólo un vocablo, bajo cuyo escudo robar impunemente. Ausente de realidad, el eco del deseo se proyectó sobre un territorio imaginario: la escuela libertaria. Salía gratis, pensaron. Sin la menor consciencia del dislate. Y los más ajados usos de lenguaje retornaron. Harapos tristes de la vieja jerga traicionada. Fue la LOGSE, esa ley que, para dotar a sus autores de un retórico suplemento anímico bajo el cual cobijar la desolada marea de una generacional biografía traicionada, dio en ser el último refugio de todos los delirios.

En los años en que, bajo las siglas GAL, se asesinaba impunemente al abrigo de sótanos y alcantarillas del Estado; en los años en que, bajo innúmeras siglas (Filesa era sólo una de ellas) se robaba impunemente al abrigo del Estado; en los años de los fondos reservados y de González-Vera-Barrionuevo y de Corcuera pateando puertas y fulminando maricones; en los años de la infamia más honda, la que acabó con hasta el último ensueño generoso de otro tiempo menos mezquino, en esos años, hubo también las siglas LOGSE. Y proclamas, tan hueras como una nuez podrida, acerca de educaciones no represivas. Y miríadas de sujetos cooptados por la corrupta administración felipista para poner en marcha aquella última orilla del libertarismo imaginario.

Fue el fin. Fin de la enseñanza media, por supuesto, convertida en una guardería universal, carente de contenidos académicos. En un manicomio también, donde el profesorado se vio sometido a la condición más delirante. Desprovistos de instrumentos disciplinares (la disciplina era cosa del pasado autoritario), privados de programas académicos precisos (la creatividad espontánea debía primar sobre el reaccionario saber codificado), abandonados a una suerte que les impedía incluso calificar a sus alumnos (las notas eran una mistificación burguesa del saber), los profesores de enseñanza media se convirtieron en el verdadero lumpen-proletariado de la sociedad española. Mal pagados, despreciados —cuando no agredidos— por alumnos y —lo que es, si cabe, peor— padres de alumnos, abandonados por la Administración a su suerte, los profesores fueron abocados a una desesperación acerca de la cual no engañan las estadísticas médicas: el más alto índice de tratamiento psiquiátrico por depresión que registra, con enorme diferencia, la población española.

Hoy, en España, no existe enseñanza media. Bien está que una reválida severa introduzca algún elemento correctivo. Pero no es más que eso, un átomo de corrección en el infierno. De las herencias catastróficas de los años PSOE, tal vez sea ésta la más funesta a medio plazo. Sólo el total borrado de la LOGSE y el restablecimiento de una enseñanza media mínimamente razonable permitirá a este país borrar alguna vez sus tiempos más siniestros.

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