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Oposición sin principios y sin fines

Aparcada —a instancias de la “vieja guardia”— la reforma fiscal que Zapatero y Jordi Sevilla propusieron a bombo y platillo, uno de los pocos temas en que el PSOE puede ejercer una oposición constructiva, racional y coherente es el de la seguridad ciudadana. Aunque habría que decir, en primer lugar, que las principales causas del fuerte incremento de la delincuencia en España han sido las leyes penales que impulsó el PSOE en su etapa de gobierno, así como los graves defectos de la vigente Ley de Extranjería, un refrito de la homóloga que también aprobó el PSOE y que ha convertido a España en una especie de ratonera a la inversa, en la que cualquier inmigrante que entre en nuestro país de forma ilegal y con propósitos delictivos —previos o sobrevenidos— tiene bastantes posibilidades de acabar operando al amparo de las mafias que se encargan de darles “formación y trabajo”.

El PSOE no reconoce los errores pasados y, además, arremete contra la seguridad privada echando mano de la socorrida demagogia socioeconómica, habitual en los socialistas: “sólo los ricos pueden pagar la seguridad privada”. Aunque quizá necesario, el incremento de las dotaciones policiales no servirá de gran cosa si antes no se reforma el Código Penal de Belloch, mal llamado “de la Democracia”, en el sentido de endurecer las penas para los multirreincidentes y de administrar los permisos penitenciarios y las reducciones de condena en relación con el grado de rehabilitación y arrepentimiento del delincuente. Este es el mejor servicio que puede prestarse a los ciudadanos menos pudientes, que nada ganarán con la inseguridad de los que pueden pagar seguridad privada —muchos más de los que los socialistas se imaginan, ya que los contratos con agencias de seguridad privada para la protección de viviendas rondan las 8.000 ptas al mes. Por lo demás, fueron los socialistas los principales impulsores de la supresión de los serenos (cuya presencia en las calles de nuestras ciudades tantos delitos evitaba) y de la retirada de la policía de las calles, con la excusa de transformar un “estado policial” en un “estado democrático”, como si en los estados democráticos la policía no fuera necesaria.

Si los socialistas fueran coherentes con sus nuevas exigencias de seguridad pública, tendrían que aplaudir las medidas que ha tomado el Gobierno de cara a la cumbre europea de Barcelona: 8.500 policías, a los que se suman efectivos del Ejército como aviones F-18, tres barcos de la Armada y baterías antimisiles. Visto lo sucedido en Seattle y en Génova, y después del 11-S, no puede decirse sin temor a ser tachado de irresponsable que el despliegue “es desproporcionado y atenta contra la libertad de manifestarse”. Si ocurriera algún ataque terrorista o los grupos antiglobalización promovieran una macroalgarada y no se hubieran previsto los medios necesarios para hacerles frente, el PSOE sería el primero en acusar (con razón) de negligencia al Gobierno.

Lo más piadoso que puede decirse de las críticas del PSOE al despliegue de Barcelona es que en el subconsciente político de los socialistas late todavía esa necia identificación entre orden público y dictadura. En el caso de Maragall, ni siquiera eso. Su único objetivo es ser “califa en lugar del califa”, aunque haya que pagar el precio de la desmembración del PSOE y de España e ir de la mano en la manifestación de la flor y nata mundial de los enemigos de la libertad y el progreso, entre los que se encuentran los proetarras.

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