Desde sus orígenes, la Iglesia se ha preocupado de delimitar su esfera de actuación —la espiritual— de la de los poderes temporales —la política—. Jesucristo dejó bien claro ante Poncio Pilato, momentos antes de su Pasión y Muerte, que Su Reino “no era de este mundo”; así como también advirtió, en el famoso pasaje del tributo al César, del peligro que encerraba la mezcla del poder temporal con el espiritual, es decir, del peligro de transformar la religión en política —como tradicionalmente ha sucedido con el Islam—, o la política en religión —tal es el caso del nazismo y del comunismo.
Según el diccionario de la Real Academia, católico significa “universal, que comprende y es común a todos; y por esta calidad se ha dado este nombre a la Iglesia Romana”. Puede decirse que, aunque con altibajos, la Iglesia Católica ha procurado hacer honor a su apellido a través de la Historia, acogiendo en su seno a todo aquél que quisiera escuchar su mensaje, cualquiera que fuese su lengua o su nacionalidad, conforme a la máxima evangélica de que “todos somos hijos de Dios y hermanos en Cristo”.
Pero, por desgracia, nunca han faltado en la historia de la Iglesia gentes que, declarándose católicas o cristianas, han intentado servirse del prestigio de una institución dos veces milenaria para presentar su credo político particular como la única realización práctica posible del ideal cristiano en la Tierra o, al menos, como la única versión compatible con la “idiosincrasia nacional”.
Y este último parece ser el caso de cierto sector del clero vasco, no precisamente minoritario o poco influyente, pues en él se cuentan también sus máximos dignatarios. La pastoral conjunta de los tres obispos vascos, reafirmada después de un modo aún más radical por más de 350 sacerdotes de sus diócesis, ha traspasado la línea divisoria entre el poder temporal y el poder espiritual. La misma que franquearon hace ya casi treinta años los teólogos de la liberación, que emigraron desde el País Vasco a Iberoamérica sin molestarse en colgar la sotana, para exportar una sangrienta revolución que ni Roma ni sus feligreses españoles comprendían ni querían.
Afortunadamente —y como no podía ser menos—, la Conferencia Episcopal Española se ha desmarcado de un clero vasco que, escatimando al máximo sus muestras de apoyo y consuelo a las víctimas del nacionalismo (criminal o “moderado”), se ha volcado en la adhesión y defensa de las tesis que sostienen quienes equiparan a la víctima y al verdugo, que ha sucumbido al relativismo moral de los que pretenden equiparar a quienes defienden — legal, legítimamente y con todas las garantías que exige un estado de derecho— la libertad y la democracia con quienes pretenden destruirlas para imponer sin restricciones su credo —o, más bien, su fanatismo— político.
En el Sermón de la Montaña, Jesucristo dijo “bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos”, haciendo alusión a todos aquellos que trabajan y arriesgan sus vidas porque resplandezca la verdad y la justicia. Pero los firmantes de la carta pastoral, así como los 350 sacerdotes que se pronunciaron después en contra de la ilegalización de Batasuna, parecen interpretar que los destinatarios de la bienaventuranza son los que corren a ocultarse en algunas de sus sacristías —para que la policía no les encuentre— después de haber vaciado su pistola o de haber accionado el detonador de un coche bomba, como sucedió hace ya algunos años con aquel famoso arcipreste que se creyó en el deber de cobijar a un comando de Eta que acababa de atentar en Santander, porque se trataba de “perseguidos por la justicia”.
Unos ministros que toman partido por el nacionalismo y que ponen por encima de Cristo al poder terrenal ya no pueden llamarse católicos ni cristianos. Ni siquiera vascos, puesto que abandonan a la fiereza de los lobos nacionalistas (criminales o “moderados”) las molestas “ovejas negras” que desentonan en el inmaculado rebaño nacionalista.

Lo de Dios... y lo del César

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