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Javier Ruiz Portella

Les hemos regalado las palabras

En un reciente artículo de Libertad Digital, Federico Jiménez Losantos, hablando de la situación en las Vascongadas, escribía: “Que no nos hablen más de partidos nacionalistas ‘radicales’ y ‘moderados’, cuando separatistas son todos”. Por supuesto (y no sólo en las Vascongadas, por lo demás). Pero lo que me importa aquí es esta última frase: “cuando separatistas son todos”. ¡Válgame Dios! ¡Cuánto tiempo hacía —me dije— que no oía este término: “separatistas”! Salvo excepciones como ésta, la palabra ha desaparecido pura y simplemente del mapa. No porque haya desaparecido aquello que designa, no porque haya dejado de haber quienes desean separarse de España (política y culturalmente unos; sólo afectiva, cultural, lingüísticamente otros).

Quienes ansían disgregar nuestra vieja nación, borrar esos largos siglos de un pasado común, no sólo no han desaparecido, sino que, en estos últimos veinticinco años de paz (como diría el General aquel), han incrementado su poderío y sus desmanes con la fuerza que sabemos. En realidad, hasta se podría decir que ya han conseguido una parte sustancial de sus objetivos. Todavía no han logrado, es cierto, la separación política, pero sí han conseguido, en grado importante, la desvinculación afectiva y lingüística de sus regiones. Para verlo más claro: cualquier criollo de la América hispana se siente hoy infinitamente más vinculado a la lengua, a la cultura y a la historia españolas —o “hispánicas”, si se prefiere— que una parte sustancial (difícil de cuantificar: ¿la mitad?, ¿ tal vez menos?) de la población de Cataluña y de las Vascongadas.

Es curioso: no quieren sino separarse (política o afectivamente)…, pero nadie les llama separatistas. Se comprende que los interesados —los separatistas catalanes y vascos— rehúsen usar un término que cualquier manual de mercadotécnica política rechazaría de inmediato: la palabra —con sus connotaciones negativas y disgregadoras— huele fatal. Por ello se hacen llamar “nacionalistas”, que suena mejor: aunque su nacionalismo sea excluyente, el término tiene como un hálito positivo, suena a defensa de la identidad propia, no evoca ansias de irse y destruir, sino de afirmarse y construir.

Es lógico que “ellos” reaccionen así. Pero ¿por qué “nosotros” también? ¿Por qué nosotros les hemos regalado, además de muchas otras cosas, también las palabras, todas estas palabras de las que se podría establecer una larga lista (“nacionalismo” en vez de “separatismo”, “soberanismo” en lugar de “independencia”, “autodeterminación” en vez de “segregación”, “Batasuna” en lugar de “ETA legal”, “el Estado” en vez de “España”…)? He ahí lo extraordinario, lo inaudito, lo escandaloso. Tanto más cuanto que ello ha venido repitiéndose en estos veinticinco años de una paz enturbiada no sólo por el terror: enturbiada también por todas las demás ofensas que España ha recibido y recibe de quienes la detestan.

No sólo en Vasconia: en Cataluña también. Lo prueban (si para alguien no estuviera bastante claro) estas “perlas” de las que me acabo de enterar y ante las cuales uno no sabe si echarse a reír o a llorar. Veamos la definición que de España se da en uno de los manuales que los alumnos de enseñanza media tienen que estudiar en Cataluña (traduzco por supuesto del catalán): “España es aquella parte de la península ibérica que no pertenece ni a Portugal, ni a Andorra, ni al Reino Unido”. Sobran comentarios ante tanta y tan estúpida inquina. Pero la misma aún se ve superada, quizá, por la de esta referencia al descubrimiento de América: “América fue descubierta por los europeos”, se dice escuetamente en otro libro de texto al que, pese a todo, hay que reconocerle un mérito: el de dignarse al menos a hablar del descubrimiento. En Cataluña, otros manuales de Historia ignoran pura y simplemente tan insignificante hecho; ni siquiera mentan el nombre de un tal Cristóbal Colón. Como otros manuales de literatura tampoco conocen el de un cierto Góngora, o el de un tal Quevedo, o el de un tal Benito Pérez Galdós.

Pese a tantas ofensas recibidas en nuestra identidad de españoles, estos veinticinco años no han dejado de estar constituidos por una actitud abierta y dialogante por parte de los ofendidos. Han estado constituidos por esta actitud que ha llevado a que el nuestro sea, junto con Suiza, el país europeo en el que gozan de mayor autonomía política, cultural y lingüística las partes integrantes de la federación que, de facto, es hoy el Reino de España: este Estado cuyos pilares autonómicos nadie, salvo en las Vascongadas y en Cataluña (pregúntenselo, si no, a Maragall), pone lo más mínimo en cuestión.

Congratulémonos. Tales principios nos honran y hay que mantenerlos. Pero una cosa es el talante abierto, no agresivo, tolerante con las diferencias; y otra, la estupidez de quien, después de recibir bofetada tras bofetada, pone constantemente la otra mejilla. No hay que promover el odio contra quienes nos odian: pero sí hay que defenderse, sí es hora de contraatacar. No sólo hay que defenderse de los terroristas y sus cómplices, no sólo hay que contraatacar a los que ponen en peligro la vida de nuestro cuerpo. También hay que hacerlo contra los que amenazan la de nuestra alma (aunque sólo la primera –éste es el problema– parece merecer auténtica preocupación entre nosotros). No lo centremos todo en los terroristas y sus cómplices: defendámonos también de quienes ponen en peligro, ofenden y calumnian nuestras señas de identidad, nuestra lengua, nuestro pasado: nuestra nación en suma, esta otra palabra que, al regalarles a los separatistas el término “nacionalistas”, nos resulta ya casi imposible usar.

Abramos de una santa vez los ojos: no, no son “ellos” los únicos responsables de nuestros males.


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