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¿Guerra de sucesión en el PP?

Entre los múltiples defectos del sistema electoral francés —fuertemente discriminatorio para las minorías, como le ha sucedido al partido de Le Pen, que con 6 millones de votos no ha obtenido ni un solo escaño en la Asamblea Nacional francesa—, cabe destacar una gran virtud: los electores eligen a un único representante por circunscripción. Además de votar a un partido, votan a un candidato concreto, al que pueden negar su confianza absteniéndose o votando al de otro partido. Tal ha sido el caso de Robert Hue —líder del PCF francés— y de Martine Aubry —la ministra de las 35 horas—. Esto significa que, en Francia, al contrario que en España, los electores no tienen que padecer la dictadura de las listas cerradas, con su plétora de candidatos cuneros que los cónclaves partidarios seleccionan en función de criterios que no tienen mucho que ver con la función que les asigna la Constitución y que, antiguamente, tenían en los regímenes parlamentarios —representar a los electores de su circunscripción—, y sí mucho más con la docilidad y obediencia que los candidatos hayan demostrado en el pasado hacia su jefe de filas.

El fruto inevitable del sistema de listas cerradas es un régimen de oligocracia partidaria, donde la estructura de poder interna de los partidos es, de facto, piramidal. Todo, hasta el más mínimo detalle, depende del líder, que es adulado como un César. El ingenio maligno de Alfonso Guerra supo resumir certeramente esta filosofía de funcionamiento: “el que se mueva, no sale en la foto”, o, en tiempos modernos, el que cacaree antes de tiempo no figurará en la lectura que Aznar haga de su “cuaderno azul”.

Con todo, nuestro sistema electoral no deja demasiadas alternativas a la filosofía guerriana, y mientras no se introduzcan las listas abiertas, la designación digital indirecta del líder máximo y de los cabezas de lista —cubriendo, por supuesto, las apariencias de democracia interna, como hacían los emperadores romanos— probablemente sea la forma más eficaz de constituir un equipo de gobierno eficaz y cohesionado, visto el fiasco de la UCD —donde se desató una guerra abierta por el poder que hizo saltar el partido en mil pedazos, de la que aún hoy pueden verse las cicatrices—; y comprobado el fracaso de las primarias del PSOE —provocado por los barones del partido y, especialmente, por el líder indiscutible y alma mater del PSOE, Felipe González—.

Por todo ello, la reconvención de Francisco Álvarez Cascos —ex mano derecha de Aznar— a Javier Arenas —hoy, hombre de confianza del Presidente y “comisario político” dentro del PP— por encargar encuestas en la Comunidad de Madrid para elegir a sus candidatos a alcalde en 32 municipios donde gobierna el PSOE, es plenamente acertada. “Para elegir candidatos, el partido tiene sus órganos de gobierno”, ha dicho Cascos, quien también ha señalado que “empezamos eligiendo candidatos con encuestas, seguimos encargando el programa de gobierno a un gabinete de estudios y terminamos organizando las campañas electorales con una oficina de imagen”. Tiene toda la razón el Ministro de Fomento, entre otras cosas, porque no se puede mostrar con tanta parsimonia el déficit de democracia interna dentro del partido en el Gobierno, sustituyendo la voluntad soberana de los militantes por una encuesta.

Algo que, por cierto, podría aplicarse también a la elección del líder máximo. A este respecto, Cascos ha afirmado que no es momento “para hablar ni de sucesores ni de sucesión”, en referencia a Arenas y otros barones democristianos del PP —como Suárez Illana, el recién llegado de la mano del propio Arenas para optar a la presidencia de Castilla-La Mancha— quienes optan indisimuladamente por Mayor Oreja para suceder a Aznar.

Y, como sucedía en el Imperio Romano cuando la muerte o la abdicación del césar estaba próxima, las facciones del PP —liberales, democristianos y fraguistas, que se odian cordialmente desde los tiempos de la coalición AP-PDP-UL— empiezan a afilar sus espadas para abrirse camino hacia el sillón presidencial. Tan sólo Cascos —el firme apoyo de Aznar en los duros y luengos tiempos de la oposición— parece conservar cierta sensatez y espíritu de partido por encima de las luchas intestinas que provoca el insensato cesarismo de Aznar, quizá necesario para consolidar su liderazgo en los primeros tiempos de la oposición y del gobierno. Pero enormemente perjudicial para el dinamismo del partido. Mientras el líder siga en el sillón sin designar sucesor, o bien sin convocar a los “órganos del partido” para que tomen tan grave decisión, nadie se atreverá a criticarle sus errores y sus defectos, y en la carrera por la sucesión ganarán —como suele suceder en estos casos—, no los más capaces, sino los más dóciles y aduladores. O bien quienes consigan dar cuerpo teórico al concepto “centro-reformismo” acuñado por Aznar y, por ahora, vacante de contenidos...

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