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Una estrella apagada y “a la sombra”

Mario Conde fue el icono más brillante de la llamada “cultura del pelotazo”, bendecida desde el Gobierno por Carlos Solchaga, el ministro de Economía del PSOE que afirmó con orgullo que España era el país donde el enriquecimiento era más rápido... hasta que la combinación letal de altos tipos de interés y déficit público auspiciadas por el ex ministro –una receta que también siguió Argentina bajo sus consejos, con los resultados de todos conocidos– desembocaron en una profunda crisis económica, que causó las tres devaluaciones de la peseta y tasas de paro superiores al 20 por ciento.

El ex presidente de Banesto fue admirado y cortejado por la flor y nata de la alta sociedad española. Su innegable pericia en materia financiera, demostrada en operaciones como la de Antibióticos de la mano de Juan Abelló, la posterior toma de control de Banesto y el éxito con que desbarató la OPA hostil del Banco de Bilbao, le convirtieron en un fenómeno social. Algo así como la traducción española del sueño americano, que irrumpía en el mundo gris y acartonado de las finanzas españolas, por entonces un “coto privado de caza” que no admitía advenedizos, para revolucionarlo introduciendo conceptos y mecanismos de gestión habituales en el mundo anglosajón pero desconocidos en una banca como la española, cerrada durante largas décadas a la competencia externa.

Adam Smith afirmaba que, en última instancia, los hombres deseaban enriquecerse para ganarse el respeto de sus semejantes y para que éstos escuchasen sus consejos. Pero el éxito cegó a Mario Conde, que no supo conformarse con la fama y la influencia, que alcanzaron su momento estelar con la investidura como doctor honoris causa por la Complutense, ocasión que reunió a la crema de la alta sociedad, incluido el Rey. Su siguiente objetivo era la toma del poder político, para lo que utilizó a Banesto, embarcando a la entidad en una estrategia de crecimiento –en la que el intento de controlar el panorama mediático era capital para sus aspiraciones– incompatible con el momento económico que por entonces se vivía: el final del ciclo expansivo y el principio de la recesión, lo que explica el agujero financiero que descubrió la inspección del Banco de España con Luis Ángel Rojo, quien había sustituido recientemente a otro icono de la cultura del pelotazo como Mariano Rubio.

Es posible que si Mario Conde no hubiera mostrado ambiciones políticas, todo hubiera quedado para él y sus colaboradores en una salida poco brillante de la dirección de Banesto, con un finiquito acorde con su rango e influencia para evitar escándalos que pudieran afectar a la cotización bursátil del banco. Pero una vez en el punto de mira, y perdida la intangibilidad que proporcionan la fama y la influencia, comenzaron a destaparse las corruptelas de la cúpula de Banesto: en primer lugar, el caso Argentia Trust, por el que Conde cumplió condena hace unos pocos años. Después, las estafas, las apropiaciones indebidas, la falsificación de documentos, perpetrados a la sombra de Banesto con el fin, no tanto de enriquecerse –lo “distraído” del patrimonio del banco no es, probablemente, una parte sustancial del patrimonio de Conde– sino de comprar voluntades políticas, así como los maquillajes contables destinados a camuflar las pérdidas originadas por la extemporánea estrategia expansiva en que Conde embarcó a Banesto, fueron destapados por la Audiencia Nacional, que condenó a Conde y sus colaboradores hace dos años.

Posiblemente, Conde confiaba en que el nivel de complejidad y enrevesamiento de las operaciones que había diseñado nublarían el entendimiento de los magistrados del Supremo y superarían su capacidad de análisis. No sucedió así. El alto tribunal, en casación, no sólo ha confirmado las conclusiones de la Audiencia Nacional –más familiarizada con los delitos monetarios– sino que las ha extendido a delitos como el de la retirada de los 300 millones de pesetas que Conde retiró de la caja de Banesto o la operación de Carburos Metálicos (en la que intervino Jacques Hachuel) y que la Audiencia había declarado prescritos.

El ex magnate ha tenido la mala suerte de que la sentencia final de su caso haya tenido lugar precisamente en un momento en que la sensibilización hacia los fraudes empresariales y los enjuagues financieros, después de las experiencias de Enron y Worldcom, es máxima. No puede dudarse, evidentemente, de la solidez de los fundamentos jurídicos de la sentencia del Supremo; pero cabe pensar, sin duda, que de no haber mediado estas circunstancias los magistrados, probablemente, no hubieran revisado con tanta atención las conclusiones de la Audiencia.

Dice el refrán que del árbol caído todos hacen leña. Y con especial fruición cuando el árbol derribado, en su crecimiento desmedido, pretendía robar la luz a los más encumbrados.

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