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Lucrecio

Dadá en Vitoria

Es dadaísta la rebeldía del Gobierno de Vitoria contra el poder judicial, no hay duda. Lo es en lo moral y, por extensión, en lo político. En lo jurídico, no; en lo jurídico, dadá hubiera erigido un monumento a los autos del juez Garzón.

Una fría combinación de memoria y análisis permite establecer milimétricamente las claves del éxito teatral del juez Garzón en las últimas décadas. El procedimiento es siempre el mismo. Se parte de la certeza, moral y socialmente compartida, de un crimen (o unos crímenes) horrendos. Sobre esa convicción, se superpone una trama léxica de jerga jurídica. Es esencial que en esa jerga todos los usos de la enfatización retórica sean traducidos en vocablos procedimentales de resonancia o connotación equivalente. No se hablará, así, de “proceso”, sino de “macroproceso”, no se acusará a un ex dictador o a una organización terrorista de secuestros, torturas, desapariciones, asesinatos múltiples (todos ellos delitos concretos), sino de “crímenes contra la humanidad” o de “genocidio”. Que tales categorías hayan sido tipificadas en Nuremberg para designar acontecimientos absolutamente específicos (exterminio fabril de unos diez millones de víctimas civiles de toda edad, en función de su identidad étnica, nacional o religiosa), nada importa. El éxito escénico viene garantizado por la polisemia calculada de las expresiones: “genocidio” o “crímenes contra la humanidad” son semantemas que no significan lo mismo para un jurista que para un hombre de la calle. En teoría, Garzón emplea sus expresiones en autos judiciales. Pero su eficiencia apunta a otro blanco: la conciencia ciudadana. Procesalmente, el índice de nulidades y fracasos de sus instrucciones es de una exageración que sólo puede inspirar, entre los del oficio, fundada sospecha de incompetencia técnica. En la calle, ni uno sólo de sus golpes de efecto cae en el vacío. Garzón es un juez escasamente dotado en lo intelectual y lo académico. Pero es un genio mediático. Habría que ser un sectario para negarle eso.

Pongo un ejemplo inmediato. ¿Puede alguna lógica jurídica explicar que se suspenda la actividad de un partido político sin imputar a ninguno de sus dirigentes? Es lo que ha sucedido con Batasuna. No, ninguna lógica jurídica puede. Pero cualquier lector del viejo Hegel sabe que no hay nada que suceda sin razón. Y la lógica de Garzón, no siendo jurídica, es aplastante: en el caso de que el juez de la Audiencia Nacional procesase a alguno de esos dirigentes máximos, se vería obligado a renunciar a seguir instruyendo el caso y a pasarlo al Supremo, por tratarse de personas aforadas. Y se acabó la función.

El resultado de esa chirriante combinación (incompetencia procesal más infalibilidad mediática) culmina siempre (cuando se trata de asuntos de verdad importantes) en idéntico final perverso: una mala instrucción sólo puede acarrear –en uno u otro punto del procedimiento– la libertad del acusado (aunque todos posean la convicción de su culpabilidad, pero se precisa más que una convicción para condenar, se precisa un instrucción bien fundada y que no viole derechos fundamentales); la libertad del acusado acarrea, entonces, la ira de la opinión pública; la ira del no versado en cuestiones penales revierte, de inmediato y como es lógico, no sobre el juez que instruyó mal, sino sobre el juez que, con criterio estricto, constató que la instrucción era inadecuada. Ni los grandes procesos de narcotráfico, ni el de Al Kassar, ni, por supuesto, el gran show de Pinochet podían acabar sino donde acabaron: en el destino al cual los había condenado Garzón desde la primera línea de su procedimiento: la nada. Pero quien paga siempre el pato es la sala que se ve forzada a resolver, no el magistrado que puso ante ella un caso indefendible.

Con un cinismo moral que a nadie debería causar sorpresa, el Gobierno autónomo vasco se ha limitado a esperar a que Garzón metiera la pata. Era de manual que lo haría. Y devolverle el jaque. Sus argumentos son formalistas, cierto. Pero la ley no juzga sino sobre formalidades. Tener razón moral o política no es, en lo jurídico, criterio procesal.

Una vez más, Garzón conseguirá su objetivo: el clamor popular. Muy pocos van a ser quienes se atrevan a formular en público lo que todo jurista sabe: que, con su precipitación por adelantarse heroicamente a la aplicación de una ley de partidos –la aprobada este verano– infinitesimalmente calculada para la eficacia, Garzón ha lanzado –lo más probable es que sin ni siquiera quererlo– el peor misil político que podía recibir la aplicación fría y objetiva de esa ley. El espectáculo y la eficacia están, en el ámbito de la justicia, rigurosamente reñidos.

Dadá en Vitoria. Sólo dadá. Por todas partes. Sería para morirse de la risa. Si no diera tanto asco.

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