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Lucrecio

Mitologías nacionales

Un vértigo de anacronismo me envuelve en la voz de Ibarreche, que invoca el sagrado deber hacia la patria vasca. Vértigo de lo ya leído. En textos que tienen más de dos siglos. Textos que llaman a la identificación con la Vaterland, en términos de afectividad y madriguera, frente a los que ningún espacio la razón posee.

Anacronismo. Tubingen, 1795. Y tres jóvenes seminaristas de inmenso talento. Han compartido habitáculo y edad temprana. También ensueños caóticos acerca de una mítica patria alemana que, en sus cabezas, se confunde con erráticas invocaciones de esa revolución francesa de la cual ignoran todo. Es el drama de la Alemania de final del XVIII. Una tierra asentada en la anacronía. Ninguna burguesía allí podría completar los ideales revolucionarios del 1789 francés. La burguesía no llegará nacer. Y la impotencia de ello derivada habrá de desdoblarse en fantasía. Es el arquetipo de la “miseria alemana” que surcará el siglo XIX: obsesión por suplir con rimbombante palabrería legendaria la esencial incapacidad ante la tarea de constituir revolucionariamente un Estado-nación.

En su lugar, mitologías. Nacionales. Suplencias de la historia ausente. 1795. Tubingen. Schelling, Hegel, Hölderlin. Jóvenes, brillantes. Ayunos de historia, delirantes de suplencia. El mito inventará la nación. A la revolución, la suplirá la magia del Volkgeist, el muy pronto aniquilador “espíritu del pueblo”. La lengua será su teológico instrumento. “Tenemos que tener una nueva mitología, pero esta mitología tiene que estar al servicio de las ideas, tiene que ser una mitología de la razón… Un más alto espíritu, enviado del cielo, tiene que fundar entre nosotros esta nueva religión, será la última obra, la más grande de la humanidad”. Tardará aún en llegar un siglo y medio, ese “más alto espíritu”. Pero llegará (siempre acaban por llegar esos “altos espíritus” sacrificadores). Se llamará Adolf Hitler.

No es el menor asombro que produce la historia del siglo XX constatar hasta qué punto esas mitologías son más fuertes, casi siempre, que el pesado imperio del interés real. Y con cuanto empecinamiento acaban por trocar la política de un universo que se creía laico en la más sacrifical suplencia de la teología.

Nada de lo que está pasando ya en el país vasco –y está a punto de pasar en Cataluña– responde a lógica material inteligible. La secesión, con su forzoso acompañamiento de conflicto civil (pues que, desde su inicio es planteada al margen de legalidad y en confrontación con ella), es una hipótesis catastrófica para los intereses de unas burguesías locales que viven el mayor esplendor económico de su historia. Cabría, en buena lógica capitalista, aguardar su más que enfurecido rechazo. No llegará. En una pirueta fascinante, burguesía catalana como burguesía vasca se alinean incondicionalmente con un movimiento que, de llegar a desencadenar la crisis buscada, daría origen a un desmoronamiento económico sin precedentes. El mito nacional –bajo su espectral forma de sacrificio en sangre– desplaza todo cálculo, tapona todo interés real, ciega cualquier negociación posible.

Se diría que ese universo de mitologías devastadoras tenía su espacio histórico propio: el de la construcción del Estado moderno, a lo largo del siglo XIX. Y que, pasado su tiempo, cedería su altar laico a otras visiones políticas más terrenas. No ha sido así. Bajo la aparente calma de las sociedades europeas, sigue latiendo el viejo monstruo. Yugoslavia fue tan sólo un ejemplo. Vascongadas y Cataluña, ahora. Vendrán tiempos peores.

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