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Lucrecio

Guerra de religión

Lo que más me estremeció no fue el reportaje. Las imágenes de Kuta convertida en un infierno podía imaginarlas desde que oí la noticia del atentado islamista en la zona más festiva –y más turísticamente saturada– de Bali. La imagen no añade nada al horror, y, con excesiva frecuencia, lo trivializa hasta dejarlo en convencional objeto de consumo.

Me estremeció más otra cosa.

La cadena privada de televisión, a través de la cual contemplé las imágenes en la tarde del domingo, abrió con el atentado; no se sabía aún el número exacto de víctimas, pero no había lugar posible a engaño sobre las dimensiones de aquella carnicería. Luego, como en un espejo, un minutaje idéntico fue dedicado a cierta sórdida crónica de sucesos acerca de un serial killer que anda reventando gente a tiros por los alrededores de Washington; una sabia perorata acerca del amor estadounidense por las armas daba al mugriento fait divers tono de epopeya sociológica. Y el díptico “informativo” se cerraba: islamistas que asesinan a jóvenes veraneantes o yankis que ejercen el placer alucinado de liarse a tiros. Todo es lo mismo para el informativo de Tele 5. También para cierto articulista de Gara que, dos días después, desarrollaba, más sesudamente si cabe, la misma esencial canallada.

Todo parece valer para ocultar lo que está pasando. Y todo parece valerle a casi todo el mundo. Quizá porque esto que sucede es tan grave que afrontarlo cara a cara requiere al menos tanto coraje como inteligencia.

No, ni lo del 11 de septiembre ni lo del domingo en Bali son cosa de locos o individuos desalmados. Son avatares críticos de una guerra sin precedentes en el siglo veinte y con muy escasos ejemplos en la era moderna: una guerra de religión –esto es, de exterminio, puesto que un Dios que ordena entrar en guerra no se anda con miramientos hacia los infieles–; algo cuya última experiencia en Europa fue la cruzada anticátara en el siglo XIII.

Pero ni aun aquello era parecido. La teológica crueldad del asesor teológico de Simon de Monfort, que se interroga acerca de cómo distinguir entre fieles y herejes, a la hora de pasar a los sitiados de Béziers por las armas, se juega aún en una trágica incertidumbre moral: “Mátelos a todos. Ya Dios se encargará de reconocer a los que eran de los suyos”. Ni siquiera la pregunta, ni siquiera la cínica vacilación de los exterminadores de albigenses cabe en la cabeza islamista. Plantearse la pregunta –cualquier pregunta– es ya blasfemo. Todos son culpables. Todos. Puesto que todos infieles. Y no hay infiel que merezca –dicta el Corán– ver su vida respetada por los creyentes. No ha sido una locura lo que ha exterminado a varios cientos de esos jóvenes festivos –australianos sobre todo, pero también japoneses, europeos y americanos– que se agolpan, noctámbulos, en Kuta. Ha sido el rigor lógico inapelable de una religión que exige el borrado planetario del distinto.

Hace demasiados siglos que una guerra de religión –una verdadera guerra de religión– no amenazaba a Europa. Sólo así se explica el empeño por negar lo hoy evidente. Que esa guerra ha comenzado. Y que, en una guerra de ese tipo, no existen armisticios: o se vence o se es aniquilado. Y, si Europa no está dispuesta a defenderse, más le vale un suicidio rápido: siempre duele menos.

Un suicidio. Los juicios en Francia contra Houellebeq y Fallaci por ofender al Grande y Misericordioso Alá de los jeques petroleros, son síntoma inequívoco de que ese suicidio ya ha comenzado. También, la sopesada necedad de Tele 5 en la tarde del último domingo.

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