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Lucrecio

El señor de las navajas

Hace apenas seis meses, el PP tenía garantizada su hegemonía electoral, de un modo casi inexpugnable. Su política económica había sido la más eficaz de las aplicadas en las tres últimas décadas; aun en un ciclo internacional recesivo, las cosas se desarrollaban con inhabitual sensatez. Los casos de corrupción, aun existiendo, resultaban nimios por comparación con los años del gran saqueo socialista. Añádase a todo eso la figura de un jefe de la oposición infinitesimalmente cercano al cero. Difícil, tener las cosas mejor.

Luego, todo empezó a tomar tintes de disparate tragicómico. Y era cierto que el PP había logrado una invulnerabilidad casi perfecta frente a un adversario desmochado. Olvidó, eso sí, un viejo axioma político que, en España, toma caracteres de dogma: los partidos se destruyen sólo desde dentro. UCD fue el ejemplo que pasará a los manuales. Puede que lo que el PP del saliente Aznar está gestando vaya incluso más lejos.

La decisión, la vieja decisión, de Aznar de no prolongar su permanencia en la presidencia durante más de dos legislaturas fue un acierto. Lo era como principio general: un político que se perpetúa, queda automáticamente trastrocado en un manipulador de opinión pública, ajeno a control y sensible a la hipnosis del poder absoluto; la limitación de los mandatos debiera estar fijada por norma constitucional en todo régimen democrático; a falta de ello, bien está que alguien tomara, al fin, voluntariamente la iniciativa. Era un acierto, todavía más, si se considera lo que habían sido los años precedentes. Llamar democracia al régimen del GAL, Filesa, Rafael Vera y Felipe González es algo bastante peor que un sarcasmo. Urgía romper esa inercia en la corrupción personal, el despotismo y el crimen, cuyos efectos de desmoralización ciudadana fueron demoledores.

Incuestionable como principio, la limitación del mandato de Aznar introdujo, sin embargo, una grieta absurda en la lógica política: la llamada “sucesión”. ¿A cuento de qué, en un procedimiento democrático, debe nadie hablar de “sucesores”? ¿Con qué mínimo sentido del bochorno puede un gobernante electo designar quién sea el que le “suceda”? Sucesor fue el hijo de Kim il Sung, o el de Hafed Al Assad; sucesor se sueña –los misiles americanos no lo permitan– el hijo de Sadam Husein... Pero, ¿qué es el nombramiento personal de un sucesor por parte de un político democrático, además de un imperdonable insulto hacia sus votantes?

Lo que vino a continuación de ese dislate –o de esa aberración, si se prefiere– era milimétricamente previsible: los aspirantes comenzaron a rifar cicuta entre sus competidores (¿qué fue de los papeles de Arriola?); los tres que, al final, parecen quedar en liza, cruzan terroríficas cuchilladas por debajo de la mesa. Ante el estupor de un electorado que vuelve a degustar ese hastío de lo político –y, sobre todo, de los políticos– que se ha convertido ya en el punto de quiebra de la sociedad española. Ni la correcta gestión económica ni el recuerdo de los abyectos años del terrorismo de Estado socialista pueden gran cosa contra ese hastío, cuyo peso recae siempre sobre el partido gobernante.

Las cuchilladas, en política, se dan con material de alta tecnología: los instrumentos de troquelar conciencias y convicciones que son los grandes medios de comunicación de masas. Y los acuchilladores van a comprar sus galácticas navajas al negocio que monopoliza su comercio: el de un tal Dios, alias Polanco. ¿Alguien piensa que esa mercancía sale gratis?

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