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Una reforma necesaria, aunque insuficiente

La actitud de jueces como Ruth Alonso, que aprovechan –guiados por sus particulares creencias ético-religiosas o políticas– cualquier resquicio legal para embotar el filo de la Justicia, ha hecho necesaria una reforma del Código Penal que contemple el cumplimiento íntegro de las penas.

Sin embargo, no hay que olvidar que las más de siete docenas de excarcelaciones de etarras ordenadas por la juez de vigilancia penitenciaria se han producido como resultado de la mezcla de las disposiciones en materia de libertad condicional y beneficios penitenciarios del Código Penal de 1973 –que preveía la redención de penas por el trabajo (un día por cada dos trabajados)– y del de 1995 –donde no se prevé la redención por el trabajo, aunque sí se tienen en cuenta, a criterio del juez de vigilancia penitenciaria, las actividades laborales, culturales (la mitad de los presos de ETA obtiene licenciaturas universitarias sin apenas esfuerzo) y ocupacionales. Por desgracia, la jurisprudencia del Tribunal Supremo admite expresamente la posibilidad de escoger los preceptos de cada Código que sean más favorables al reo, dándose lugar de este modo a una especie de tercera norma penal aplicable a los delitos cometidos antes de 1995.

Pero, aun cuando a los delitos cometidos a partir de 1995 les sea de aplicación exclusiva el llamado “Código Penal de la Democracia”, tampoco hay que olvidar que esta norma deja a discreción del juez de vigilancia penitenciaria la aplicación de beneficios penitenciarios. Es decir, aun cuando el Parlamento apruebe el cumplimiento íntegro de las penas para los terroristas, los etarras juzgados por delitos cometidos entre 1995 y 2003 todavía podrán seguir gozando de la benignidad de Ruth Alonso –como ella misma advirtió en declaraciones a la Cadena Ser– durante bastantes años, en virtud de la irretroactividad de las disposiciones legales desfavorables reconocida por la Constitución.

Sería, pues, un grave error esperar de la reforma que proyecta el Gobierno el fin a corto plazo de los desafueros de Ruth Alonso –quien ya en 1989 advertía de que eligió la profesión de juez, en lugar de la de abogado, para “poder ayudar más a mi iglesia, y tengo mis razones para decirlo”, pues el credo adventista que profesa la juez, le impulsa a “ver a los presuntos culpables, más allá del derecho, humanamente, tal y como Jesús hacía con los pecadores”–; ya que sus previsiones ni siquiera alcanzarán a los asesinos del guardia civil Antonio Molina. Por ello, además de la iniciativa legal adoptada por el Gobierno –muy oportuna y necesaria, aunque no exenta de tintes electoralistas, habida cuenta de que apenas se ha hecho hincapié en que sus disposiciones sólo surtirán efecto para los delitos cometidos a partir de 2003–, se hace necesaria una labor quizá no tan visible por parte de opinión pública, aunque más eficaz a corto plazo.

Hasta que la reforma del Código Penal, apoyada por los dos principales partidos democráticos, sea plenamente eficaz, la única forma de frenar los desvaríos y desafueros de Ruth Alonso –quien el miércoles, en declaraciones a la Cadena Ser, se atrevió a insinuar sin aducir pruebas que algunos etarras excarcelados por ella necesitan escolta “entre comillas” para defenderse de las presiones y amenazas “no del mundo de ETA, sino del otro mundo”, y a asegurar (en contra de la realidad de los hechos) que ninguno de los etarras excarcelados por ella ha reincidido– es que el Consejo General del Poder Judicial ejerza sus funciones de vigilancia en lo relativo a la independencia y competencia profesional de los jueces.

Aunque sobran motivos –especialmente a raíz de las declaraciones de la juez a la Cadena Ser– para que el CGPJ abriera un expediente a la juez, tampoco estaría de más que el Pacto por la Justicia que firmaron PP y PSOE sirva para algo más que para reproducir la aritmética parlamentaria en el seno del Consejo General del Poder Judicial, el órgano de gobierno de los jueces. Por ejemplo, para dotar de un régimen disciplinario más claro y concreto al órgano de gobierno del Poder Judicial, de tal forma que la necesaria libertad de los jueces para interpretar los preceptos de la ley no se transforme –como en el caso de Ruth Alonso– en una mera discrecionalidad al servicio de creencias o convicciones ajenas al ordenamiento jurídico, al espíritu de la ley y al sentido común.

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