Como buenos totalitarios, los nacionalistas nunca han vacilado en recurrir a la mentira, la calumnia y la intoxicación contra sus adversarios con tal de justificar y llevar adelante sus tesis y sus proyectos. Es más, podría decirse que la mentira, la calumnia y la falsificación de la Historia son sus principales “armas” políticas, especialmente cuando se trata de desacreditar las instituciones del Estado de Derecho o de ensuciar el buen nombre de todos aquellos que las sirven con lealtad y eficacia.
Durante más de veinticinco años, con la falsa excusa de ser el valladar contra el nacionalismo terrorista, al PNV le han salido gratis la constante puesta en entredicho de las instituciones democráticas cuando éstas no se plegaban estrictamente a sus deseos y las descalificaciones hacia quienes se atrevían a poner en duda el pensamiento único nacionalista. Y es preciso reconocer que con esa táctica les ha ido bastante bien todo este tiempo. Han conseguido expulsar o arrinconar en el País Vasco, con ayuda de las pistolas de ETA, a todos aquellos que no quieren comulgar con las ruedas de molino nacionalistas sin que ningún gobierno central se haya atrevido hasta tiempos muy recientes a poner coto a los excesos verbales y materiales de los portavoces nacionalistas.
Tan grande es ya la fuerza de la costumbre de algunos nacionalistas que la intoxicación y la calumnia son en ellos una especie de segunda naturaleza, que emerge como acto reflejo ante cualquier iniciativa del Estado de Derecho que pudiera dañar o poner en peligro alguno de los sectores de su tinglado. Es el caso de Iñaki Anasagasti, portavoz del PNV en el Congreso, quien no tiene ningún empacho o rubor en insultar al juez Juan del Olmo –que ordenó el precinto de Egunkaria y la detención de sus responsables– acusándole indirectamente de falta de independencia y de obedecer órdenes del Gobierno, o en acusar a la Guardia Civil de torturar a ciudadanos (los responsables de Egunkaria) “por el mero hecho de ser vascos y por eso ya ser sospechosos”; es decir, exactamente la misma estrategia de inventar patrañas sobre torturas y malos tratos que emplea ETA.
Nada nuevo, por cierto; sobre todo si se tiene en cuenta la larga trayectoria de Anasagasti. Sin embargo, lo que sí resulta novedoso es que la habitual impunidad de la que ha gozado el portavoz del PNV en sus excesos verbales podría tocar a su fin. El ministro de Interior, Ángel Acebes, justamente indignado por las acusaciones de Anasagasti –quien afirma que da crédito antes al detenido director de Egunkaria que al juez o a la Guardia Civil sobre las torturas–, las cuales considera “delictivas”, ha ordenado a los servicios jurídicos de su ministerio que inicien las acciones legales que al respecto crean oportunas.
La reacción de Acebes ante las intoxicaciones de Anasagasti –las cuales le merecen “el mayor desprecio tanto personal como político”– es un soplo de aire fresco que, de repente, hace tomar conciencia de la hediondez moral a la que nos ha acostumbrado el nacionalismo después de tantos años de mentiras, intoxicaciones y calumnias. Es una lástima que respuestas como la de Acebes ante la insidia en estado puro hayan sido la excepción, y no la regla. Pues de haber sido la tónica habitual, el llamado “problema vasco” no habría adquirido, ni mucho menos, las proporciones que hoy tiene.

Anasagasti y el vicio de calumniar

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