Nacida en las postrimerías de la II Guerra Mundial, la ONU fue concebida, a imagen y semejanza de la fracasada Sociedad de Naciones, como un foro mundial donde los conflictos internacionales se resolvieran de forma pacífica mediante el recurso a la persuasión, el diálogo y la negociación. Sin embargo, tan loable propósito requiere que las potencias directoras compartan en líneas generales una concepción similar acerca de lo que debe ser un orden internacional justo y pacífico y estén dispuestas a hacer sacrificios –muchas veces a costa de sus propios intereses– para mantenerlo.
Las potencias vencedoras en 1945 (EEUU, Gran Bretaña, la URSS, Francia y China) compartían únicamente la necesidad de evitar el resurgimiento del nazismo o del militarismo japonés. Pero estaban muy lejos de coincidir en cómo había de organizarse el mundo de la posguerra, como los acontecimientos acabaron demostrando al poco tiempo con el inicio de la guerra fría en 1947, cuando la URSS impuso su yugo a Europa oriental y China, dos años después, cayó en la órbita comunista. La guerra de Corea, la crisis de Suez, la guerra de Vietnam y la infinidad de conflictos regionales que tuvieron lugar desde la fundación de Naciones Unidas hasta la caída del muro de Berlín son un indicio de la falta de unidad de criterios en torno a la cuestión fundamental.
El hundimiento del bloque comunista hizo concebir algunas esperanzas de revitalización de la ONU, precisamente porque el principal obstáculo a la unidad de criterios sobre lo que debe ser un orden internacional justo, pacífico y estable había dejado de existir; como pareció poner de manifiesto el consenso alcanzado en la guerra del Golfo. Sin embargo, la guerra de Yugoslavia y la intervención en Kosovo –sin la autorización del Consejo de Seguridad– para detener el genocidio de Milosevic, así como la multitud de guerras locales y regionales que subsisten a día de hoy por todo el mundo (son más de dos docenas) probaron una vez más –como ocurrió con la Sociedad de Naciones– que, si bien la ONU puede ser un interesante –y muy oneroso– foro de debate sobre los problemas mundiales, está muy lejos de ser un instrumento eficaz para garantizar la paz en el mundo –habida cuenta de que tres de sus cinco potencias directoras anteponen sus intereses económicos y estratégicos a la salvaguarda de la seguridad y de la paz futuras–, y mucho más lejos de ser una fuente de la legalidad y del derecho internacional. Máxime cuando es incapaz de ratificarse en sus propias resoluciones o de adoptar medidas concretas para imponerlas –como ocurre hoy con Irak–, especialmente en los casos en que son los EEUU y sus aliados los que toman la iniciativa para salvaguardar la paz y la seguridad mundial
Es por ello por lo que George Bush, Tony Blair y José María Aznar dieron a entender el domingo que la ONU se juega en Irak su mermado prestigio y credibilidad. La frase de Bush "es el momento de la verdad para el mundo" tiene, ciertamente, el tono de un ultimátum a la ONU; aunque está plenamente justificado después de doce años de diplomacia y de negociaciones sin resultados positivos. Si el Consejo de Seguridad de la ONU no sólo es incapaz de hacer valer sus propias resoluciones (la 1441 ya incluye el uso de la fuerza cuando advierte de “graves consecuencias” si Sadam no se desarma) aprobadas por unanimidad sino que, de la mano de la demagogia y de los mezquinos intereses de Francia y Rusia, impide hacerlo a quienes están plenamente legitimados para ello, la ONU puede perder definitivamente la esperanza de ser fuente y origen de la legalidad en el nuevo orden mundial que exige la lucha contra el terrorismo. Será la OTAN u otras alianzas militares las que, con toda probabilidad, ocupen su lugar.

Ultimátum a Sadam... y a la ONU

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