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Aznar: no basta con tener razón

El PSOE llegó al poder, no por méritos propios –la oposición de patada en la rodilla practicada por González y Guerra les mantuvo alejados de la Moncloa durante las dos primeras legislaturas–, sino por los errores de la UCD, que no supo superar sus divisiones internas ni tampoco elaborar un proyecto político más allá de la mera conservación del poder que le permitiera sacudirse el estigma de heredera del franquismo, adjudicado injustamente por una izquierda dispuesta a todo –incluso a salirse de la OTAN y pactar con la Unión Soviética– con tal de ocupar las bancas azules en el Congreso. González supo conservar eficazmente el poder durante más de trece años, no precisamente por el número de sus logros –especialmente en lo que se refiere al estado del bienestar (pensiones, sanidad, educación), el punto central de las políticas socialdemócratas; o en lo que toca al área económica (casi cuatro millones de parados)–, sino porque en la voluntad de extender su ideario no reparó en medios (a veces claramente antidemocráticos) ni en esfuerzos. De no haberse descubierto la trama al servicio del crimen de Estado y de no haberse destapado los numerosos casos de corrupción, la eficaz red de difusión ideológica construida por el PSOE desde el poder –presente en la educación, en la cultura y en los medios de comunicación– hubiera sido prácticamente imposible desalojar a González de la Moncloa.

En toda guerra –el juego político es en definitiva una guerra incruenta sometida, eso sí, a determinadas reglas inviolables–, uno de los principales objetivos es neutralizar la propaganda del enemigo; especialmente en las zonas donde se ejerce el control y el poder. Aunque en un régimen genuinamente democrático no deberían existir instituciones asimilables a un Ministerio de Propaganda, lo cierto es que mientras la educación pública siga bajo el control directo del poder político, mientras el mundo de la cultura dependa en su mayor parte de las subvenciones oficiales y mientras los medios de comunicación de masas dependan de concesiones administrativas más o menos arbitrarias, la tarea de llegar al poder y conservarlo depende muy en gran medida de la neutralización o la infiltración de ese formidable aparato de propaganda.

Y una vez en el poder, sólo caben tres alternativas: la más compatible con el espíritu democrático es desmantelar por completo la red de propaganda montada por el adversario; de tal forma que, en el futuro, quede completamente garantizado el pluralismo en la información. A tal fin, privatizar RTVE y las televisiones autonómicas, liberalizar el espacio radioeléctrico, reducir al mínimo imprescindible las subvenciones al mundo de la cultura e implantar el cheque escolar hubieran sido las mejores medidas posibles. La segunda, la más eficaz pero también la más incompatible con el espíritu democrático –que fue la que empleó el PSOE–, es depurar y ampliar la red heredada del adversario, haciéndola prácticamente invulnerable a los cambios de gobierno; de tal forma que el apoyo ideológico con el que pueda contar el adversario –bien en el Gobierno o bien en la oposición– sea el mínimo posible. Y la tercera, la más ineficaz, es tratar de construir desde el poder una red de propaganda paralela sin desmantelar la del adversario, ya consolidada y con el beneficio de la experiencia.

Esta última fue la opción elegida por el PP. Y, como la experiencia ha demostrado, los resultados no han podido ser más desastrosos; sobre todo si al recién inaugurado "monopolio perfecto" se une el fuerte personalismo que Aznar ha imprimido a su partido y al Gobierno, manifestado en el "terror sucesorio" que paraliza cualquier iniciativa que no provenga directamente del presidente. Hoy puede decirse que, después de la "rendición de Tres Cantos", el PP apenas dispone de apoyos mediáticos en sintonía con su ideario y su programa, precisamente cuando más los necesita. Tan sólo cuenta con la voz de su líder, Aznar, a quien de nada sirve denunciar la antidemocrática campaña de acoso y deslegitimación de la izquierda emprendida contra el PP con la excusa de la guerra y con el único objetivo de echar al PP fuera de la pista a cualquier precio. Con ser totalmente cierta y ajustada a los hechos, su denuncia apenas tendrá repercusión en una opinión pública constantemente bombardeada con las imágenes de los horrores de la guerra y de la supuesta brutalidad policial en la represión de los brotes de terrorismo callejero, y que apenas tiene ocasión de escuchar los argumentos del Gobierno o de ver las pruebas y testimonios de la brutalidad y el carácter antidemocrático de los "pacifistas" que insultan y agreden a los miembros del PP.

La sensible caída en la intención de voto al PP (que hoy se halla a dos o seis puntos de distancia del PSOE, según que encuestas) y en la valoración del liderazgo de Aznar –aun a pesar de las prácticas antidemocráticas de la oposición–, es una buena muestra de que de nada sirve tener razón si no se dispone de apoyos mediáticos y si no se está dispuesto a emplearse a fondo en la batalla ideológica. Con todo, guarecerse y esperar a que pase el temporal es una estrategia suicida cuando hay compromisos electorales a la vuelta de la esquina. El PP aún puede salir airoso de esta crisis, pues, aun a pesar de la omnipresencia de los apoyos mediáticos de la izquierda, la pobreza argumental del PSOE y de Izquierda Unida no resiste la solidez de la posición del PP. De hecho, la izquierda ha tomado la calle porque ha sido incapaz de defender su posición en el Parlamento. Aznar sólo ha de tener la valentía de movilizar sus reservas –el PP tiene abundancia de militantes– y de dar confianza a sus colaboradores –atemorizados por la posible pérdida del poder y agarrotados por el "terror sucesorio"– para pasar al contraataque. En esta batalla, Aznar no sólo se juega su pase a la Historia como el estadista español más brillante de las últimas décadas, sino el futuro inmediato de su partido. Algo mucho menos brillante y solemne, pero mucho más importante para el futuro inmediato de una España amenazada por las fuertes tensiones disgregadoras presentes en el PSOE (Maragall y Elorza) toleradas por un Zapatero obsesionado por llegar a la Moncloa a cualquier precio.

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