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Lucrecio

Los encanallados

No ha sido pena de muerte. Ha sido asesinato. De Estado, si se quiere. Pero, en un despotismo caudillista como el cubano, al Estado no lo mueve otra cosa que el arbitrio del déspota. Ha sido un asesinato de Fidel Castro. Otro más. Y ya hemos perdido la cuenta de cuántos ha cometido ese sujeto que hace imperar, desde hace más de cuarenta años, el Terror puro sobre la antaño próspera isla de Cuba.

No perderé un instante haciendo juicios morales sobre ese asesino. No hay juicio moral a la altura de un sujeto semejante.

Hablaré de otros.

De los políticos españoles que, a lo largo de casi medio siglo, le han reído las gracias al asesino. Los políticos. Todos. Sin distinción de ideologías. Desde el inicio mismo de su carrera de Tirano Banderas en versión hiperbólica hasta hoy mismo.

Los más jóvenes pueden no recordarlo, pero la nota más dadaísta de la sociedad española bajo el franquismo fue su fascinación por la dictadura cubana. Desde la extrema izquierda más depurada hasta la ortodoxia falangista más fiel a los clásicos del fascismo europeo, pasando por las instancias institucionales del Régimen, Castro gozó de algo rayano en el amor loco: era la venganza contra la humillación infligida a la patria por el malvado yanqui, allá por 1898. No se registra un disparate igual en la reciente historia española.

Vino la transición. Siguieron igual las cosas. Carrillo amaba a Castro. Amaba a Castro Suárez. Lo de González y Fraga, era ya delirio. En el resto de Europa, Castro había pasado de héroe revolucionario a delincuente odioso, desde final de los años sesenta, cuando todos los intelectuales que desbarraron apoyándolo inicialmente, hicieron pública la condena de su tiranía. En España, las mismas necedades obscenas de hace cuarenta años siguen siendo de curso común entre gentes a quienes se supone la obligación de saber acerca de qué horror están hablando.

Vinieron los fusilamientos de Ochoa y los suyos en 1989. Castro temía un final paralelo al de sus colegas del Este de Europa. Se adelantó, liquidando a sus posibles opositores internos. Europa vivió días de conmoción ciudadana. En España, ninguna reacción política ni social fue perceptible. A los cuatro donnadies que osamos llamar aquello por su nombre, asesinato terrorista, se nos borró del mapa público como fascistas peligrosos. Y todos siguieron, aquí, aceptando las reglas –y el fantástico negocio turístico– que quiso imponer el asesino.

No. No ha sido pena de muerte. Ha sido asesinato sumarísimo de tres pobres diablos sin más culpa que la de haber tratado de robar una lancha para huir del infierno. Asesinato sin garantía jurídica, sin defensa, sin posibilidad de recurso y con ejecución inmediata.

No. Nada diré del asesino. Su lógica es inatacable: mata para perpetuarse; vieja mecánica de las bestias predadoras. De Llamazares, de Madrazo, de Zapatero, de toda esa mala gente que justifica el crimen porque Castro lo firma, cualquier calificativo que diese se quedaría corto.

No. No hay palabras. Para decir el encanallamiento de eso a lo cual llaman política española.

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