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Lucrecio

Riad, capital de Al Qaeda

Que la voladura del World Trade Center fue un acto de guerra, pocos analistas en el sano uso de sus neuronas podrían negarlo. El término terrorismo, demasiado genérico, sólo daba cuenta del modo específico que habría de tomar su despliegue. Pero el bombardeo y destrucción de edificios urbanos con más de 5.000 bajas civiles sólo puede recibir un nombre acorde con los diccionarios: declaración de hostilidades.

Que esa guerra será larga y costosa, nadie que no sea un insensato puede ponerlo en duda. A diferencia de las dos grandes guerras mundiales explícitamente proclamadas, y, a diferencia de esa tercera eufemísticamente calificada de fría que las prolongó, la guerra que el islamismo declara el 11 de septiembre –culminando una dinámica que arranca de década y media atrás, en los últimos años de la decadencia soviética– a esa modernidad tejida de capitalismo y democracia que es la de las sociedades garantistas, es una guerra difusa, sin líneas claras de frentes ni fronteras. Larga, previsiblemente. Tanto, quizá, cuanto lo fue la guerra fría. Porque, mentiras piadosas o perversas aparte, no es cierto que sea ésta una confrontación entre pobres y ricos. Si el islamismo armado ha podido tejer una red operativa de envergadura mundial nadie será, espero, tan imbécil como para pensar que es cosa de milagro propiciado por el bendito Alá tan magnánimo él con los pobres de la tierra. La clave de ese ejército secreto, sin precedente comparable en los prolijos ensayos de organización clandestina que surcan como galerías el siglo XX, no es ni la religión ni el bárbaro entusiasmo del suicida. La clave se llama petrodólares. En cifras hasta hoy inimaginables para red subversiva de tipo alguno. Riad, ayer golpeado por los guerreros del Clemente y Misericordioso, es la clave mayor de ese proyecto. Y, junto a Riad, los sórdidos emires petroleros cuyo irracional flujo de dinero ha puesto en marcha este proyecto de regresión planetaria hacia los tiempos más oscuros del Medioevo teocrático, hacia un tiempo en el cual las mujeres sean sólo animales domésticos con función reproductiva y el conjunto de los infieles carne de matadero.

A diferencia de la pusilánime –o quizá, sólo suicida– Europa, Estados Unidos pareció entender, desde el primer minuto que siguió al desmoronamiento de las Torres Gemelas, la entidad de lo que estaba en juego. Una guerra con fases bien diferenciadas. La destrucción de los campos de entrenamiento afganos era previa a todo. Afganistán era una enorme plataforma para la planificación operativa de los comandos dispersos. No parecía demasiado difícil acabar con ese soporte. No lo fue, aunque el rechinar de dientes europeo comenzó ya a oírse. Irak, obstáculo esencial para cualquier plan de paz estable en el Cercano Oriente tras su violación formal del armisticio del 91, era el segundo frente. Más complejo militarmente, desde luego. Pero también previsiblemente solventable en breve plazo, a pesar de las jeremiadas de tanto delirante europeo empeñado en convertirlo en una letal mixtura de Vietnam y Líbano. Lo más largo había de venir luego. También lo más complicado, verosímilmente. El Golfo.

Las monarquía petro-teócraticas del Golfo son, hoy, el riesgo mayor para la estabilidad del planeta.

Lo son, en primer lugar, por causa de un demencial oligopolio que pone en manos de corruptos jeques de mente antediluviana los costes globales de la energía –esto es, de la producción– en el planeta. Que media docena de sujetos moralmente degenerados y mentalmente enfermos puedan decidir a su capricho sobre el destino de la economía mundial, esto es, sobre el destino de la humanidad a secas, es de una obscenidad más allá de lo calificable.

Lo son, además, porque, por convicción supersticiosa o por confort chantajeado, ellos, y sólo ellos, han cargado con la mastodóntica financiación de las milicias islamistas en todo el mundo: desde Arafat –que inauguró ese chantaje hace más de tres décadas– a Ben Laden.

Borrado Sadam del mapa, parece lo más inmediato solventar el problema nacional palestino, mediante un retorno a los términos del plan Barak-Clinton que un ya muy descerebrado Arafat procedió a volar en el año 2000. Sólo entonces se podrá entrar en la fase resolutoria: el fin de la hegemonía económica de los más impresentables reyezuelos del planeta.

Pero que nadie se engañe: será ésa una guerra larga y muy costosa.


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