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Víctor Llano

Narcos robolucionarios

En Cuba no se mueve nada ni nadie sin que lo consienta la policía. Mucho menos algo tan rentable como la droga que tantos beneficios aporta a la familia Castro. Son ellos los jefes de todos los camellos y los dueños de toda su mercancía

Lo que la insoportable propaganda castrista califica como “batalla de las ideas” y que no es más que la más pueril de las patrañas comunistas mil veces coreada, se financia en gran parte gracias al tráfico de drogas. Aunque Cuba es hoy una miserable y enorme prisión, lo cierto es que está muy bien situada en una de las rutas más importantes de la cocaína. Por las playas del Máximo Líder desfila de todo y nada bueno. Desde turistas sin entrañas que son capaces de disfrutar sirviéndose del sufrimiento de miles de jineteros adolescentes, hasta lanchas rápidas atiborradas de cocaína en busca del mejor postor. Una parte muy pequeña de la carga se la quedan los capos de los camellos del régimen que pululan en torno a los hoteles del apartheid. Pero hasta ahí el negocio es pequeño –pura afectación postmoderna– los verdaderos beneficios lo obtienen de lo mucho que venden a los narcos de Miami.
 
Al frente de tan medular negociado Castro colocó a su hermano Raúl. El único esclavo en el que siempre confió no se conforma con masacrar a los niños que renuncian a ser como el Carnicerito de la Cabaña, también ha demostrado un enorme talento a la hora de negociar con el Cártel de Medellín. John Jairo Velásquez –ex jefe militar del grupo de bandoleros que trabajaron para Pablo Escobar– le acusó de colaborar con ellos desde la década de los ochenta. Velásquez confirmó esta semana que el contacto directo en Cuba fue siempre el hermano del Monstruo de Birán.
 
En 1989, Raúl –no antes de consultarlo con Fidel– ordenó fusilar al general Arnaldo Ochoa. Le acusó de traición en un juicio que convirtió en un circo y que demostró una vez más que no permitiría –por algo es el heredero– la menor crítica dentro de su ejército. Según los tribunales robolucionarios no fue más que un caso aislado. Pero no consiguieron engañar a nadie. Ochoa gozaba de un gran prestigio dentro de una tropa mercenaria que bajo sus órdenes asesinó a decenas de miles de africanos. Entre crimen y crimen se enriqueció traficando con todo lo que llegaba a sus manos. Además de fama podría disponer de dinero suficiente para comprar muchas voluntades. Mejor matarlo. Ni el coma-andante ni su heredero podían permitir que les hiciera sombra. Junto a él ejecutaron a otros tres militares, también traficantes a su servicio, entre ellos a Jorge Martínez Valdés, socio de Pablo Escobar.
 
No hace mucho en España pudimos ver en un programa de televisión como un camello cubano ofrecía una enorme cantidad de cocaína a unos reporteros que se hicieron pasar por narcos españoles mientras le grababan con una cámara oculta. La noticia no estaba en que en una isla del caribe se pudiera encontrar fácilmente cocaína –en todos los países hay drogas y camellos– lo que demostró el reportaje es que el traficante cubano gozaba del favor y de la protección del régimen. No podría ser de otro modo. En Cuba no se mueve nada ni nadie sin que lo consienta la policía. Mucho menos algo tan rentable como la droga que tantos beneficios aporta a la familia Castro. Son ellos los jefes de todos los camellos y los dueños de toda su mercancía. Muy poco es lo que reparten entre los más serviles, la mayor parte de lo que les llega de Colombia lo reenvían a Miami. Así debilitan a la potencia enemiga. Ya puestos también se hacen multimillonarios.

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