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Serafín Fanjul

Catalanes

Las oligarquías locales de Cataluña y Vascongadas han unido al viejo resentimiento contra “Madrid” y a su no menos vetusto egoísmo de no repartir el superávit de su prosperidad, la perspectiva de no necesitar nada de España, sustituyéndola por la UE

No comenzaremos pidiendo perdón mediante el subterfugio de recordar las glorias y méritos de Cataluña y sus habitantes, cálidos elogios a la virtud de sus vinos y ditirambos a la lengua de Maragall. Todo eso es bien conocido, como lo es –o más bien, era– el aprecio a la seriedad y el trabajo de los catalanes en épocas pasadas, y por tanto no merece la pena entretenerse en tales ejercicios de coba a una región para, de seguida, poder encajarle alguna crítica. Es decir, para ser, o fingirse, equilibrados y objetivos. Como no partimos de complejo ni deuda ninguna hacia esa parte de España, podemos hablar claro desde los inicios: hay muchos españoles que se sienten –nos sentimos– estafados. Tal vez la culpa fue nuestra, por ingenuos y bien intencionados, por desear, a través de las experiencias personales y el recuerdo de malos tiempos ya idos, que entre los distintos territorios y poblaciones de España hubiera equilibrio, simpatía y hermandad, no porque creamos en aquello tan bonito de “los españoles serán justos y benéficos”, sino por utilidad y lógica y porque nuestra moral de cristianos viejos –seamos o no creyentes– nos impele a buscar la justicia en las relaciones humanas. Parecía justa la recuperación cultural de Cataluña, la descentralización administrativa (ahora en entredicho y con razón: véase el caso de los incendios forestales, la gestión del agua o la sanidad) y el mantenimiento de las ventajas económicas de que venía gozando el principado desde hacía un siglo y medio por ser de interés general. Todo razonable. A veces, las luces de alarma lanzaban destellos preocupantes a la vista del victimismo exhibido a propósito de la represión franquista en Cataluña o Vascongadas, cuando cualquiera medianamente informado sabe que Galicia, Asturias, Cuenca o Granada se llevaron el triste galardón de haber sido las más castigadas. Y sin tanto cuento. Pero se trataba de historias viejas que había que superar.
 
Hubo sabios en las mayores alturas de la nación que creyeron en la solución de los problemas territoriales mediante concesiones a los separatistas, persuadidos de que así los integrarían, a través del bandullo. Se equivocaron y su error no puede contemplarse con la misma benevolencia aplicable a tanta gente de infantería que, de buena fe, cayó en la misma trampa. La actuación de aquellos sabios –algunos ya fallecidos, otros sin apearse del coche oficial– , la Constitución que alumbraron y los resultados obtenidos en los últimos veintiocho años no son como para tirar cohetes: el separatismo ha crecido de manera dramática en sus dos principales focos y en algún otro donde se reducía a cambiar los topónimos de los indicadores de carretera (¿Recuerdan Rianjo por Rianxo? Aunque ahora los independentistas pata negra vuelven al Rianjo de antes por ser ortografía lusista y, por tanto, menos española, ¡qué maravilla!) ya empieza a constituir una fuerza temible. Hasta los gatos quieren zapatos y si andaluces, catalanes o manchegos esgrimen “derechos históricos” o “deudas históricas”, ¿por qué se van a privar los de Rianxo- Rianjo? Y ahí sale Ángel Quintana reclamando veintiún mil millones de euros : ¿pagaderos a quién? ¿A las cuadrillas con que sueña repoblar los montes gallegos? ¿Por qué no se los dan a mi tía Pura que, amén de monfortina, es muy buena persona y vive en Villagarcía? Ya ven que les doy pistas. ¿Y quiénes los pagarán? ¿Los torvos colonialistas de Cádiz, Badajoz o Teruel? ¿Los explotadores desalmados de Almería y León que mancillan y asoballan nuestra tierra con su sola presencia?
 
Los unos quieren comerse Navarra, los otros Baleares, Valencia y parte de Aragón. Y quien piense que con tales banquetes territoriales se saciarían, se equivoca de nuevo: con eso satisfarían la barriga pero no el odio. No quieren ni oír hablar de la descapitalización de casi todo el país para fomentar la inversión en sus regiones (sobre todo en el franquismo), el proteccionismo arancelario que sostuvo el avance de catalanes y vascos no les suena de nada, eso es propaganda fascista y nada más . Porque el odio se nutre de mitos, exacerba los factores más bajos del psiquismo humano y no se para ante nada que no sea la aniquilación del odiado, el pisoteo de sus restos y el borrado de su memoria y de cualquier vestigio que permita columbrar su paso por la vida. Las oligarquías locales de Cataluña y Vascongadas han unido al viejo resentimiento contra “Madrid” y a su no menos vetusto egoísmo de no repartir el superávit de su prosperidad, la perspectiva de no necesitar nada de España, sustituyéndola por la Unión Europea. Pero no todo es cuestión de dinero, al menos entre las bases sociales –dicen que hasta un tercio de las poblaciones respectivas– que sustentan la aventura secesionista en las clases medias y medias altas. Y de ahí proclamar el 12 de octubre Día de la Butifarra, alegrarse por el fracaso de la candidatura de Madrid para las Olimpíadas o de cualquier otro batacazo exterior de España, o –ahora, colmo del exotismo– andar enredando con la exigencia de peticiones de perdón e indemnizaciones a los moros por una guerra acaecida hace ochenta años.
 
Si en La Moncloa hubiera un presidente de gobierno, la última de estos esquerrosrepublicanos sería para soltar la carcajada y a otra cosa, mariposa. Pero hay lo que hay. Y en tal estado la dirección política de la nación, no podemos correr el riesgo de constiparnos, porque la más mínima brizna de aire nos acarrea auténticas pulmonías, neumonías, pleuresías. Añadan lo que gusten y aun se quedan cortos. Así surgen personas bien intencionadas que se esfuerzan recordando la piratería catalana medieval en el Mediterráneo (digo “piratería”, exactamente, y ofrezco bibliografía a interesados), las barrabasadas de los almogávares “contra turcos y griegos” (la famosa y jaleada Venganza Catalana, en los años de mi niñez, por el nacionalismo español), la trata de esclavos practicada por negreros catalanes en el XIX (la culpa, claro, era del gobierno español que lo permitía, no de quienes lo hacían), los pistoleros anarquistas del Noi del Sucre o los de Martínez Anido, los miles de asesinados bajo la inmaculada égida del tan llorado Companys… Traen a colación esas historias no para incomodar a los catalanes, sino para introducir en el ambiente un poco de cordura, de recordatorio de que el pasado es una fuente de disgustos para todos si nos regodeamos arrojándonos historias para no dormir. Y lo mismo se puede responder a los moros que pretenden rebañar unos milloncejos acusándonos de las actuales enfermedades de su gente (al parecer, el calamitoso estado sanitario de Marruecos no tiene nada que ver en el asunto): recuerden los miles de prisioneros asesinados por los rifeños en Monte Arruit de forma espeluznante; no olviden al alférez Herraiz martirizado hasta la muerte por negarse a bombardear las líneas españolas tras ser capturado con su avión; y no pierdan de vista las compensaciones materiales y morales que nos deben por los muchos siglos de piratería en los cuales asolaron las costas de España. ¿De veras nos van a pagar lo que nos deben unos y otros? Yo quiero saber cuál es la cuota-parte –que diría González– que me toca como indemnización por los sufrimientos lejanos de otros españoles.
 
Obviamente, son ganas de chinchar, de incordiar cuanto más mejor, de reverdecernos la desagradable exhibición de antipatía que hemos vivido alguna vez fuera de España –seguro que no somos los únicos– al oír a alguien hablar más o menos como uno (“¿Es usted español?”, preguntamos con una cierta complicidad amistosa y nos contestan : “No, soy catalán”, con lo cual acabamos maldiciendo a todos los mosenes y todas las sardanas, por injusta que sea la salida). También es obvio que en este pueblo no sobra nadie y todos nos necesitamos y coincidimos mucho más de cuanto placería a los separatistas de cualquier campanario. A los catalanes de paz que –según aseguran quienes conocen bien Cataluña– son mayoría sustancial, corresponde aislar a los otros, neutralizarlos y, sobre todo, dejar de avalar con su silencio la irracionalidad y el odio, porque hay algunos catalanes –demasiados– que se obstinan en conseguir que dejemos de comprar cava. Y muchas cosas más.

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