En una nación amargamente dividida sobre Irak, el único punto de acuerdo parece ser que el general David Petraeus es el mando adecuado para las fuerzas norteamericanas en Bagdad. Eso da a Petraeus un incremento del activo estratégico más importante en esta guerra, el tiempo. Pero también le confina en un papel incómodo para un oficial militar profesional, como es el de ser el principal portavoz público de una guerra que el público ha llegado a cuestionar.
Mientras Irak fue "la guerra de Bush" parecía una causa perdida. Esta semana se convertía en parte en "la guerra de Petraeus". Sobre el terreno todo parece tan débil como siempre, y las encuestas muestran que el público duda de que la guerra se pueda ganar. Pero Petraeus ofrece algo nuevo: es el último atisbo de esperanza para un consenso bipartidista sobre Irak.
Petraeus logró elogios durante su confirmación de casi todos los miembros del Comité de Servicios Armados del Senado, continuando el tono de celebración que saludó su nominación por el presidente Bush. Hasta el senador Edward Kennedy, uno de los críticos más duros de la guerra, tuvo cosas buenas que decir acerca del nuevo mando. Fue una luna de miel momentánea en un reñido debate.
Los elogios a Petraeus simbolizan un cambio profundo, que conlleva beneficios y riesgos para el general y las tropas que encabezará. Bush y sus veteranos consejeros se han equivocado tantas veces en Irak que el público ya no confía en ellos a la hora de trazar una estrategia de éxito. De modo que ahora la cara pública de la guerra pasa a un general brillante y ambicioso. Es un papel intensamente político, y coloca a Petraeus en una posición controvertida que la mayor parte de los mandos militares intentan evitar.
Petraeus no quiere jugar a la política. Dice a sus amigos que no vota en las elecciones presidenciales con el fin de mantener su independencia. En eso emula al general George Marshall, arquitecto de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. Pero el suyo es un cargo inherentemente político. Mientras Petraeus respondía a las preguntas del Senador John McCain –que está construyendo su campaña presidencial sobre la necesidad de un incremento gradual de tropas y la victoria definitiva en Irak– quedaba claro lo delicada que será la labor del mando. Ungido públicamente como "la última y mejor esperanza" de una guerra fallida, sus acciones darán forma al asunto decisivo de la campaña del 2008.
Petraeus ha asumido antes este tipo de misiones de alto riesgo. En la práctica, parece crecerse en el papel público que muchos mandos militares evitan a cualquier precio. Cuando asumió la tarea de entrenar a las fuerzas iraquíes a mediados del 2004, Newsweek presentó a Petraeus en su portada y preguntó: "¿Puede este hombre salvar Irak?". Esa notoriedad engendró cierto malestar entre los demás oficiales, a quienes parecía demasiado ansioso por conseguir publicidad. Pero, a estas alturas, creo que los oficiales veteranos le tienen en estima. Está asumiendo un cargo tremendamente exigente que la mayor parte sabe que no podría desempeñar. Y se está jugando su cuidadosamente cultivada reputación a la probabilidad relativamente pequeña de poder lograr en última instancia una victoria norteamericana.
Lo más inteligente que ha hecho Petraeus es meterse en el bolsillo al Congreso, como co-gestor de la nueva estrategia. En su testimonio prometió informes regulares de sus progresos y juró que informaría al Congreso si decidía que la nueva estrategia no podía tener éxito. La otra cara es que Petraeus informará al Congreso si necesita más tropas, lo que puede acabar siendo el caso. Petraeus ayudó a redactar el nuevo manual de campo de contrainsurgencia, que advierte que las operaciones exitosas "necesitan con frecuencia un margen elevado de fuerzas de seguridad para la población protegida". Es difícil de creer que 21.000 tropas más serán suficientes para proteger a una población iraquí en mitad de una guerra civil.
Petraeus sabe lo duro que será su nuevo trabajo: dijo a los senadores que muchos de los correos electrónicos recibidos durante las dos últimas semanas tenían el asunto "Felicidades, creo". Preguntado acerca de la moral de las tropas, dio una respuesta que ciertamente se aplica a su caso en los difíciles y decisivos días que se avecinan: "Día a día, a veces paso a paso".
Pasé una semana viajando con Petraeus en Irak en el 2004 y otra semana con él en el 2005. Mientras visitaba las tropas iraquíes, con frecuencia le escuché repetir una de sus frases más habituales: "Veamos quién tiene corazoncito", aludiendo a que vería qué oficiales iraquíes estaban realmente dispuesto a luchar.
Petraeus no tiene "corazoncito". Cree en el poder de su propia voluntad para superar las adversidades y prevalecer en el campo de batalla. Esa autoconfianza es una cualidad necesaria para un mando. Pero no es suficiente para garantizar el éxito. El Congreso tuvo un momento de unidad poco frecuente al desear buena suerte a Petraeus mientras se dirige de vuelta a Irak, incluso cuando el propio Petraeus se debe estar preguntando si, en el fondo, no se habrá embarcado en una misión imposible.