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Pío Moa

Los desafíos y los hombres

La razón principal de la postura de Payne estriba, me parece, en la repugnancia ante la represión desatada por el franquismo: se hace difícil reconocer otros méritos a los autores de actos semejantes.

Considerar lo que estaba en juego en los años 40, los enormes riesgos y dificultades que se cernían sobre España, nos obliga a considerar el papel de los hombres que debieron afrontarlos, y a valorarlos por los resultados de su acción. Las circunstancias eran excepcionales, de guerra mundial y de muy posible nueva guerra civil, y en sus remolinos podían haber naufragado incluso políticos de talla; ciertamente habrían fracasado, por cuanto sabemos de ellos, los dirigentes del Frente Popular. Pero la insoslayable realidad histórica es que, de un modo u otro, Franco y los suyos supieron afrontar no solo los peligros exteriores sino también los nacidos de las intrigas, desánimos y divisiones en sus propias filas, salieron con bien del atolladero y evitaron al país dos nuevas contiendas ruinosas.

El más elemental sentido de la realidad obliga a considerar la situación en estos términos generales, y sin embargo vemos cómo una y otra vez se vulnera la lógica para presentarnos a unos dirigentes franquistas mediocres, cuando no resueltamente necios y botarates. No acaba de entenderse, claro, cómo ni por qué tuvieron éxito, y no solo para la conservación del propio régimen sino también, con toda evidencia, para ventaja de todo el país... y de los Aliados, tanto en la guerra mundial como en la reconstrucción posterior de Europa occidental.

Dentro de esta corriente de sinsentidos encontramos, desde luego, a Preston, convencido de que Franco no mantuvo a España al margen de la guerra mundial, y, a un nivel solo un poco inferior, a autores como Eslava Galán. Como dije, solo el título de su libro, Los años del miedo, ya indica que nos encontramos ante el clásico embrollo demagógico, confirmado por la contraportada, donde se nos informa de que "el lector aprenderá que para aprobar las oposiciones a maestro nacional la respuesta correcta a "¿Quién descubrió América?", "¿Quién escribió el Quijote?" y "¿Quién pintó las Meninas?" es la misma: "Francisco Franco, nuestro glorioso Caudillo". El autor intenta pintarnos una situación de estupidez esperpéntica, pero el esperpento solo puede corresponder a quien es capaz de escribir tales bobadas. Acaso el interior del libro sea algo mejor, pero ya con esto se hace imposible su lectura para alguien con un mínimo espíritu crítico y con alguna escasez de tiempo. Nuestro buen Eslava pertenece a ese abundante grupo de escritores castizos no muy al tanto de lo que ocurre fuera de España y convencido de que lo que aquí ocurre es único, sobre todo si se trata de atrocidades o sandeces... de las cuales se excluyen ellos virtuosamente, no se sabe bien por qué.

Sin llegar a los extremos de Preston o de Eslava, esa actitud minusvalorativa la encontramos en Tusell y, en alguna medida, también en Stanley Payne. En cuanto a este último, la razón principal de su postura estriba, me parece, en la repugnancia ante la represión desatada por el franquismo: se hace difícil reconocer otros méritos a los autores de actos semejantes. Y, desde luego, se trata de una verdadera mancha en el historial de aquel régimen. Pero las guerras han solido ser así en todas partes.

¿Podemos juzgar la democracia inglesa o la useña exclusiva o principalmente a partir de los bombardeos sobre la población civil alemana y japonesa? Y sin embargo son crímenes mucho peores que los franquistas, pues se ejercieron indiscriminadamente sobre población no combatiente, mujeres, niños y ancianos, mientras que la represión de la posguerra española se realizó mediante juicios, sin duda injustos muchos de ellos –aunque no todos, por cierto: baste considerar el alto número de chekistas y culpables de asesinatos que, abandonados por sus jefes, cayeron en manos de los vencedores–, pero en todo caso muy preferibles a los bombardeos o a los métodos utilizados por los vencedores en Francia o Italia, no digamos en Yugoslavia o la URSS; incluso a los campos de alemanes prisioneros.

Creo que conviene insistir en este punto: tales comportamientos se han dado en muchas guerras, y la tendencia durante todo el siglo XX ha ido a peor. En la Primera Guerra Mundial hubo más víctimas militares que civiles, en la Segunda hubo igual o más entre los civiles, y en los conflictos posteriores la proporción de civiles no ha hecho más que aumentar.

En cuanto al caso español, la cuestión clave no reside en qué bando mató más, entre otras cosas por no ser posible la comparación, pues los vencidos no pudieron realizar la venganza –que sin duda habrían llevado a cabo–. La cuestión real es quién destruyó la legalidad de la república, empujando a la sociedad a la guerra. Y la respuesta, hoy, está perfectamente documentada: las izquierdas rechazaron las votaciones legales de 1933, intentaron golpes de estado y asaltaron el poder en 1934, con propósitos de guerra civil, y en 1936 emprendieron un proceso revolucionario con el Frente Popular. Insistamos, pues, en esta evidencia: los nacionales no se sublevaron contra un Gobierno legítimo y democrático, sino contra una revolución (o varias) en marcha. Y esta consideración cambia radicalmente la perspectiva histórica: vencer a la revolución, mantener a España fuera de la guerra mundial y derrotar un segundo intento de guerra civil fueron hazañas de extraordinaria magnitud, y tratar de mediocres o estúpidos a quienes las realizaron solo puede considerarse un despropósito.

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