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José García Domínguez

Michael Jackson

He ahí el genuino poder de los mass media: elevar cualquier distracción trivial, insignificante, a la suprema dignidad de fenómeno cultural, sin apelación posible además.

Poco sé de ese ruidoso difunto, Jackson. Apenas que gustaba en exceso tanto de los niños como de los quirófanos. Otros ansiaron imitar a Cristo, a Miguel Ángel o a Napoleón, él, más prosaico, sólo quería parecerse a Paloma San Basilio. Empeño nada fácil para un ex negro cincuentón. Diríase, no obstante, que al final lo logró. Por lo demás, nada significaría su andrógina estampa en mi juventud. Igual que nada me conmueve ahora su muy oxigenado cadáver. He admirado a muchos grandes, artistas soberbios, pensadores prometéicos, poetas sublimes. Fui incapaz, sin embargo, de rozar el éxtasis ante ese perito en dar brincos al tiempo que se acomodaba los genitales con pertinaz, enfermiza complacencia. Lo admito, nadie es perfecto.

Inocultable, coinciden los hagiógrafos de guardia en señalar la dimensión psiquiátrica del fenómeno. Mas confunden sujeto con objeto. De ahí que, ciegos, pretendan que el difunto era el genuino orate de este festival necrófilo. En otro orden de necedades, apelan, también unánimes, a las cifras de ventas al por menor como supremo argumento de autoridad estética. Ya se sabe: mil millones de moscas no pueden estar equivocadas. Así, mientras las plañideras de la prensa lloran inconsolables por el traspaso del "icono", cualquier rémora de las antiguas jerarquías acaba por desaparecer diluida en un totum revolutum donde todo deviene igual e indiferente. He ahí el genuino poder de los mass media: elevar cualquier distracción trivial, insignificante, a la suprema dignidad de fenómeno cultural, sin apelación posible además.

Ha desaparecido "un genio", sentencian compungidos los plumillas. ¿Cómo no recordar hoy al hombre sin atributos de Musil, aquel Ulrich que renunció definitivamente a todas sus ambiciones en la vida cuando por primera vez oyó calificar a un caballo de carreras de genial? O al Finkielkraut de La derrota del pensamiento, el que certificó con lucidez desolada: " [En la era posmoderna] Siempre que lleve la firma de un gran diseñador, un par de botas equivale a Shakespeare; lo que leen las lolitas , a Lolita; una frase publicitaria eficaz, a un poema de Apollinaire; un bonito partido de fútbol, a un ballet de Pina Bausch; un gran modisto, a Picasso; el videoclip de un rockero de moda, a Verdi o a Wagner". Sólo cometió un error: quedarse corto.  

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