Entre los años 1976, tras el derrocamiento del gobierno constitucional de Isabel Martínez de Perón, y 1983, con la reinstauración de la democracia presidida por el doctor Raúl Ricardo Alfonsín, Argentina vivió sometida a la dictadura más sangrienta de su historia (una historia signada por la violencia, el exilio y las fracturas constitucionales). A diferencia de otras dictaduras (desde la de Uriburu hasta Lanusse pasando por la de Onganía), ésta no sólo se constituyó a partir de una economía liberal (en el sentido más reaccionario, y no anglosajón, del término), una férrea censura y una militarización de los estamentos sociales y culturales, sino que le añadió un elemento inédito hasta ese momento en el país: el terrorismo de Estado, un mecanismo demoledor y desbordante de sevicia que supo sintetizar como nadie el entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, el general ibérico Saint Jean, con una frase tristemente célebre pero harto ilustrativa: "Primero vamos a eliminar a todos los subversivos, después a sus colaboradores, después a los indiferentes y por último a los tímidos". Tal siniestro programa de gobierno tuvo como colofón –entre varios y múltiples resultados que incidieron y aún inciden en la conformación de la sociedad argentina– un considerable número de lo que se denominó "desaparecidos": vale decir, militantes (en su mayoría) políticos, sindicales y universitarios que fueron secuestrados, torturados, recluidos en centros ilegales de detención y asesinados.
En un principio, el número de desaparecidos fue estimado en treinta mil. Recientemente, Graciela Fernández de Meijide, madre de un desaparecido e integrante, en tiempos del alfonsinismo, de la CONADEP (Comisión Nacional de Desaparecidos), estimó la cifra comprobable en nueve mil. Salvo para un cambio jurídico de carátula, poco importa: ocho, treinta mil o quince fueron brutalmente masacrados por un poder omnímodo que se arrogaba derechos sobre vidas y haciendas.
El matrimonio presidencial argentino, integrado por el doctor Néstor Kirchner y la actual presidente, Cristina Fernández, ha hecho de las víctimas de la dictadura no sólo su caballito de batalla, sino uno de los principales vehículos de la más vergonzosa demagogia. Resulta, por lo menos, extraño que quienes, como es el caso del matrimonio presidencial, durante la década de los setenta no han tenido la menor participación en la resistencia contra la dictadura (bajo la forma de luchas gremiales, defensa jurídica de los desaparecidos o participación en alguna asociación de derechos humanos) reivindiquen ahora causas ajenas y se rasguen las vestiduras por dolores que no les son propios. Aun así, tal apropiación podría ser entendida como una de las tantas malas artes que el ejercicio de la política propicia y bajo la que se guarece el oportunista de turno. Pero el jueves 20 de agosto se firmó un acuerdo entre el gobierno y la Asociación de Fútbol Argentino (AFA) por el cual se van a poder ver los partidos por el canal oficial, marginando del negocio a quien antes lo tenía en exclusividad (la empresa Torneos y Competencias, perteneciente al Grupo Clarín). Para fundamentar la decisión gubernamental de intervenir en los negocios del fútbol, la presidente declaró por cadena nacional: "Te secuestran los goles hasta el domingo, como te secuestran las imágenes y las palabras. Como secuestraron a treinta mil argentinos".
Delinear una analogía entre los desaparecidos y los goles es algo más que un error: es una frívola imbecilidad, es una elemental falta de respeto, redunda en una flagrante carencia de ética. Quien esto escribe cree honradamente que los desaparecidos no desaparecieron para esto. Las discusiones bizantinas en torno a la cifra exacta (más allá de quienes, de buena fe, intentan restaurar la verdad histórica) sumadas a las patéticas declaraciones del oficialismo parecen dirigirse a un objetivo infausto: la progresiva desaparición de los desaparecidos.