Colabora
Antonio Robles

Curso del 63

¿Qué se puede esperar de unos jóvenes que no respetan nada más que sus propios instintos y no aguantan norma alguna, incluso a sabiendas de que la norma es de cartón piedra, porque al fin y al cabo todo es una simulación?

Antena 3 acaba de dar un pelotazo televisivo con el docu-reality, Curso del 63. No sé qué pretendían sus guionistas, desde luego no es creíble experiencia sociológica alguna con materiales tan esperpénticos: maestros autoritarios cercanos a la caricatura con alumnos escogidos para que choquen con ella. Pero el resultado es interesantísimo.

Por una vez, el esperpento nos desvela la flacidez de unos jóvenes incapaces de resistir frustración alguna. Verdaderos discapacitados psíquicos. Más allá de sistemas, épocas y pedagogías, esa realidad (porque los jóvenes son reales) nos desvela la tragedia de nuestra época. De padres e hijos, de escuelas, sistemas y ministros de educación. Todo en el mismo lodo, como decía el tango. Un desastre.

Los guionistas de San Severo han cometido un error imperdonable que acabará siendo su mayor éxito: la disciplina de los colegios de los años sesenta no estaba diseñada para controlar a los jóvenes, sino para obligarles a aprender. La educación y el respeto ya lo traían de casa. Cuando un profesor de los sesenta atizaba con la regla al infeliz de turno, no era porque el alumno le hubiera llamado hijo de puta, sino porque no le cantaba la tabla de multiplicar de corrido. Si se fijan, todo el docu-reality, es un sofocante intento de conseguir de los alumnos el respeto a las normas del colegio. Y esto es lo preocupante. ¿Qué se puede esperar de unos jóvenes que no respetan nada más que sus propios instintos y no aguantan norma alguna, incluso a sabiendas de que la norma es de cartón piedra, porque al fin y al cabo todo es una simulación? De razonar una norma, nunca, de impartir conocimientos, nada. En vez de un centro de educación, parece un correccional.

No se metan la cabeza bajo el ala, estos chicos serán tan incapaces de soportar esfuerzo alguno en cualquier trabajo con el que se deberán ganar la vida, como en seguir las normas de San Severo. Saquen consecuencias.

Este es el problema primero de nuestra educación: los alumnos llegan a la escuela con la mentalidad de un cliente; esperan de la institución y del maestro que lo diviertan y entretengan. Si fracasa, responsables políticos y padres sacarán la cantinela esa de que el profesor no los sabe motivar. De hacerse cargo de sus deberes, obligaciones y responsabilidades, nada. Habría de llegar a la escuela con la mentalidad de un buscador de oro, sin preguntarse qué puede hacer la escuela por motivarlo, sino qué podría hacer él para aprovechar los medios que gasta el Estado en su formación.

El programa, Un problema de Educación que siguió al segundo capítulo de Curso del 63, donde relata agresiones, vejaciones, insultos y otros disparates contra profesores y alumnos por parte de otros alumnos, desenfocó el verdadero problema que existe hoy en nuestras aulas. Y podría enmascararlo si nuestros medios de comunicación se empeñan en ganar audiencia en lugar de ayudar a desenmascararlo. El problema de fondo es esa falta generalizada de sutil inclinación ante la autoridad que todo discípulo ha de tener hacia su maestro. Su ausencia lleva a esta generación LOGSE a estar convencida de que puede hablar en clase cuando quiere, moverse cuanto le apetece, soltar "gracietas de niño consentido" a voluntad, llegar con retraso, hacerse repetir lo que hasta entonces no ha querido escuchar, culpabilizarte de su torpeza, de sus resultados y de sus frustraciones; manifestar abiertamente sus estados de ánimo como un niño que se cree con derecho a exigir que lo entretengan ("me aburro", repiten como un mantra) o explicitar y exagerar todo tipo de incontinencias orgánicas. No traen libro y si lo traen, no lo abren, se encaran con el maestro si les llama la atención y algunos se atreven a amenazarlo con decírselo a su padre, o a su madre, que en eso ya hemos alcanzado la igualdad. Y en el colmo del disparate, le recriminan al maestro el modo, la forma y hasta las decisiones que toma o debe tomar para llevar la clase. Es un sin fin de microagresiones al respeto que toda persona tiene por el mero hecho de serlo y que el maestro habría de poseer en grado sumo por ser portador de los conocimientos con los que han de formarse. Son esas aparentes niñerías las que destrozan la autoridad del conocimiento, porque previamente se ha dilapidado la del profesor que lo imparte. Y el resultado es el fracaso escolar y la incapacidad para regirse por normas y valores ciudadanos. No se crean, no hablo sólo de la ESO, incluyo a los adolescentes de ciclos y bachillerato.

Y mientras esa atmósfera decadente liquida dos siglos de educación ilustrada, los políticos dramatizan con la bofetada del padre o de la democracia en el aula para dilucidar las relaciones profesor/alumnos. Confunden la enseñanza de los valores democráticos con la jerarquía que el profesor ha de poseer sobre el alumno. Un apunte al respecto: es posible que se pueda votar en clase si la ley de gravedad existe o no; pero mientras confundimos desde el vértice de la ventana, conocimiento con democracia, una generación de adolescentes malcriados se nos pueden estampar contra el suelo.

La buena intención no librará a los padres el disgusto, y a la sociedad los costes.

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