Ni rabia ni orgullo
Lo que tenemos es pusilanimidad y vergüenza. Westergaard cosechó tantas críticas, si no más, como apoyos de sus conciudadanos europeos. Él tiene que vivir escondido; quienes predican el odio campan a sus anchas.
La misma humillación que empujó a Oriana Fallaci a regalarnos La rabia y el orgullo, el ensayo más estremecedor de cuantos se han escrito en la última década, es algo tristemente cotidiano en Europa, diez años después del ataque a las Torres Gemelas que despertó el genio de la irrepetible periodista italiana.
"¡Me emocioné tanto viendo a esos operarios apretando el puño y enarbolando las banderitas mientras rugían USA, USA, USA, sin que nadie se lo mandase! Y sentí también una especie de humillación. Porque no me puedo imaginar a los operarios italianos enarbolando la bandera tricolor y rugiendo Italia, Italia, Italia", cuenta la Fallaci. Ya somos dos. Igualmente inverosímil, triste pero real, si cambiamos Italia por España, o cualquier otro país del tan viejo como, hoy, pacato continente.
Rabia que debió ser generalizada en 2005 cuando las turbas de bárbaros quemaban embajadas porque Kurt Westergaard osó representar al profeta del odio; o sólo hace unos días, cuando un malnacido somalí entró en el domicilio del caricaturista danés para intentar matarle a hachazos. Orgullo que todos tendríamos que sentir por nuestro origen cristiano, germen de la civilización, esta sí, más libre y próspera que la humanidad ha conocido nunca.
Pero no, frente a eso, lo que tenemos es pusilanimidad y vergüenza. Westergaard cosechó tantas críticas, si no más, como apoyos de sus conciudadanos europeos. Él tiene que vivir escondido; quienes predican el odio campan a sus anchas. Muy pocos periódicos, entre ellos Libertad Digital, hemos publicado, de nuevo, la viñeta tras el reciente atentado fallido. Un gesto mínimo de solidaridad con el dibujante y, más importante, de reafirmación cultural y moral.
Detrás de todo hay una mezcla de cobardía, ignorancia y maldad. Aunque, al cabo, no debe sorprendernos que los liberticidas de siempre renieguen de nuestro acervo cristiano. Prostituyen la palabra laicidad para perseguir los crucifijos que simbolizan, entre otras cosas, precisamente eso; mientras se muestran compresivos con unos salvajes que tratan a sus mujeres –cuando puedan lo harán con las de aquí– peor que a las bestias.
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