En España el nombre de Pedro J. Ramírez tiene tanta resonancia como en Estados Unidos el de Ben Bradlee. El primero ha sido uno de los periodistas de mayor relevancia en el postfranquismo, a la cabeza de Diario 16 y El Mundo, dos periódicos seminales de la democracia. El segundo dirigió la época dorada del Washington Post, cuando dos de sus reporteros estrella, Woodward y Bernstein, provocaron la caída de Nixon al destapar las escuchas de Watergate.
Hace tan solo unos días Pedro J., que es como se le conoce popularmente, a las cinco de la tarde le dijo adiós al equipo de El Mundo con un emotivo discurso que ponía punto final a los 24 años en los que pasó más tiempo en la redacción que en su propio hogar. Para quienes alguna vez se dejaron seducir por este oficio como una atracción fatal, es imprescindible ver el vídeo de esta despedida que, tratándose de él, solamente es un hasta luego. Tarde o temprano reaparecerá liderando un proyecto periodístico que volverá a sacudir los tambaleantes cimientos del establishment político.
Pedro J. no es un hombre de sentimientos a flor de piel. Más bien es parco y tiene el ego robusto del que está habituado a capitanear barcos. Su leyenda va acompañada de un carácter recio y la obsesión de quien ha respirado la tinta de las rotativas como el aroma del opio más arrebatador. Sus infatigables reporteros han trabajado a destajo, pero en el día de su despedida el prolongado aplauso que recorrió la estancia fue un sentido homenaje al matador kamikaze que destierran de la plaza.
Y es que Pedro J. es muy torero en el quite de su periodismo de banderillas. Ha visto venir al toro con sus astas afiladas y en ocasiones el encontronazo se lo ha llevado por delante. Hace años fue destituido de Diario 16 tras sacar a la luz irregularidades del Gobierno socialista de Felipe González. Ahora otro toro ha vuelto a embestirlo y asegura que está pagando por lo publicado acerca de la presunta financiación ilegal del Partido Popular con sobresueldos. El enfrentamiento con el presidente de Gobierno, Mariano Rajoy, unido a la crisis de los periódicos en papel, que luchan por sobrevivir en la transición a las plataformas digitales, han facilitado la estocada en el corazón al ya exdirector de El Mundo.
Porque este adiós ha revelado que, en efecto, Pedro J. tiene un corazón palpitante y de su mirada opaca escapan lágrimas al evocar a Javier Espinosa, su corresponsal secuestrado en Siria. Que daría la vida entera por dirigir El Mundo hasta el fin de sus días. Que su salida es en toda la regla una destitución y no una sugerencia. Que no se arredra al apuntar con el dedo a un Gobierno que le tenía ganas. Que su pasión turca (su perdición) es el periodismo. Más que una profesión, para él es una manera de vivir.
A principios de los ochenta, cuando comenzaba la andadura de Diario 16 en plena Transición y a los 28 años Pedro J. se convertía en el director más joven de una cabecera, recuerdo haber llegado una noche a nuestro piso en la calle Cervantes y en el salón mis padres estaban reunidos con José Gallego, Federico Jiménez Losantos, el recordado José Miguel Ullán, entonces precursores de la aventura de aquel periódico que fue referente obligado del cambio en España. En aquel entonces yo no podía imaginar que un día llegaría a publicar en un periódico.
Con el paso del tiempo Carlos Verdecia, otro periodista de peso, me dio la oportunidad de estrenarme en las páginas de opinión de El Nuevo Herald de Miami, donde publico una columna hace más de dos décadas. Y hace unos años Manuel Aguilera, entonces al frente de El Mundo América en Estados Unidos, y la dirección de El Mundo me invitaron a colaborar semanalmente en un diario cuyos orígenes influyeron tanto en mi vocación incipiente de periodista. Aquella noche de verano en el Barrio de las Letras la prensa escrita todavía era una fiesta.
Al igual que los viejos roqueros, los viejos periodistas nunca mueren. En todo caso se crecen en la adversidad y resurgen con la misma fuerza con que el septuagenario Mick Jagger se marca una pirueta sobre el escenario. A Pedro J. le han roto el corazón que tan bien oculta. Cuando junte los pedazos saltará al ruedo y darán las cinco en el reloj.