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José García Domínguez

El desencanto con la democracia

La democracia representativa se tambalea hoy ante nuestra atónita mirada.

La hija y hermana de dos reyes de España, expuesta a público escarnio en el banquillo de los acusados como cualquier quinqui de la calle. Todo un vicepresidente del Gobierno sometido a idéntico oprobio en los telediarios. Un ministro del Reino ya bajo condena judicial firme y en trance de tener que devolver hasta los ceniceros del palacete. El fulano de las gafas negras de la Diputación de Castellón, en la trena. Otro patriarca otoñal, el padre de la patria catalana, encausado por delitos mil junto a la señora. Atildados mandos del partido del Gobierno, entre rejas. Decenas de cargos públicos sometidos a la lupa escrutadora de la Justicia a lo largo y ancho del país. Un grupito creado por cuatro aficionados en la barra del bar de la Complutense convertido en apenas unos meses en el vencedor moral de las elecciones, amén de codearse de tú a tú con uno de los partidos socialdemócratas más importantes de Occidente.

Otro partidito insignificante hace poco más de un año, el que apadrinaran unos cuantos intelectuales y periodistas barceloneses, a cada cual más marginal, proyectado de la noche a la mañana a actor estelar de la política española. Innúmeros, infinitos comunicadores y tertulianos que emiten con toda tranquilidad opiniones y juicios de valor por los que serían condenados a cadena perpetua, cuando no ejecutados de modo sumario ante un pelotón, en más de medio mundo. ¿Hará falta enunciar más pruebas aún de que España constituye ahora mismo uno de los países más libres y democráticos del planeta? Y, sin embargo, el desencanto popular con la democracia no para de crecer. Cada vez más, la gente acude a votar con el fatalismo nihilista de quien sabe que su gesto en nada sustantivo influirá sobre el devenir futuro de la realidad.

Es la gran paradoja de este instante español: cuanto más y más se extiende el principio democrático hasta los últimos rincones de la vida pública, más y más impotente se revela ese mismo orden democrático a fin de hacer efectiva su teórica voluntad soberana. El Estado moderno, escribe Zygmunt Bauman en su último libro, sustentó su legitimidad, ya huérfana del aval de cualquier dios, en la promesa de ofrecer seguridad a la población sometida a su autoridad. Seguridad entendida en el sentido amplio que va más allá de lo meramente físico, que abarca también los planos político y psicológico. Esa era la cláusula primera del contrato social implícito que la Gran Recesión está haciendo papel mojado cada instante que pasa.

Incapaz de cumplir su promesa germinal, el Estado se va viendo desposeído poco a poco del consentimiento sobre el que se asentaba su predominio. La crisis es indiferente al poder democrático. Así de simple. La democracia representativa, que era la última religión laica que aún quedaba en pie tras el derrumbe aparatoso del socialismo real, se tambalea hoy ante nuestra atónita mirada. Reducida ya a la prosaica banalidad de los índices de audiencia y de los mensajes cada vez más pueriles de los líderes en Twitter, tampoco ella sobrevivirá por mucho tiempo a la sociedad del espectáculo.

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