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Antonio Robles

La taberna TV3

Cada vez que la letra de la Constitución se quema, se queman mis derechos.

Suelen ser las tabernas de bajos fondos lugares de encuentro, tragos y chances. En ellas se dan cita gañanes de todo pelaje y condición, y, amorrados a la barra con una jarra de vino, se cuentan bravatas, pontifican, prometen y maldicen hasta la madrugada. Es lugar de desahogos. De camino a casa, a cuestas con la borrachera que arrastran, se disipan las fanfarronadas y los improperios. Nada extraño a cualquier bar de pueblo, donde los amigotes hablan de fútbol o política sin frenillo y se marcan unos cuentos exabruptos sin ton ni son. O con ellos. No pasa nada, son espacios para el esparcimiento y la incorrección. Nadie les pedirá cuentas, razones, pruebas o coherencias. Están en la república de su casa, que dice el anuncio.

En esto se ha convertido TV3, en una taberna de bajos fondos con gente fina, vestida a la última, y sueldos escandinavos. Son los amos de la masía, la casta nacionalista, periodistas, políticos e intelectuales que viven del negocio nacional. Se lo pueden permitir todo, como en una taberna, a coste cero. Pero las fanfarronadas tabernarias de puertos y bajos fondos junto a las borracheras que las propician se quedan en la taberna. Por el contrario, la Taberna de TV3 te las mete en el comedor de tu casa, y, entre arcada y arcada contra el Estado Social y Democrático de Derecho, te las vomita en la alfombra. Sin comerlo ni beberlo. Nunca mejor dicho.

La última rajada de estos caciques territoriales ha consentido en quemar la Constitución en directo. Por ser española, más que nada. No puedo imaginar que sea por ser Constitución, porque si así fuera serían unos redomados fascistas sin saberlo. Y un peligro para mis derechos.

Sí, sí, un peligro para mis derechos, no una ofensa. La ofensa surge de la intimidad personal, de la particular forma como vivimos los valores morales, religiosos, deportivos, nacionales, ecológicos, etc. Ante ello, la libertad de expresión está primero. Pero quemar la Constitución democrática que nos hemos dado todos los españoles es quemar el compendio de nuestros derechos, los que democrática y libremente nos hemos dado y nuestros políticos han prometido defender. Sí, repito, cada vez que la letra de la Constitución se quema, se queman mis derechos. Nadie tiene legitimidad para hacerlo, ni siquiera la soberanía nacional que los ha instituido y validado. Precisamente porque ese es el marco de referencias soberano para que nadie pueda atentar contra ellos. Podemos reformarla, no quemarla; podemos reformarla, no eliminarla. Y siempre bajo reglas que la propia Constitución prevé.

Por eso, cada vez que queman la Constitución (en lugar de cuestionarla, criticarla, exaltarla, etc., lo que la propia Constitución te garantiza) sé que mis derechos están en peligro, esos derechos democráticos aplastados por años de dictadura y felizmente recuperados desde la Transición. No es una cuestión moral, subjetiva, es un fundamento jurídico, legal. Y quien pisotea las leyes, delinque.

Ese mismo sentimiento siento cuando veo la bandera española colgada en el balcón de un ayuntamiento, en un cuartel de la Guardia Civil o en el frontal de la Generalidad de Cataluña: sé que mis derechos están salvaguardados. Como sé que están cuestionados allí donde la eliminan o la queman. Una cuestión legal que no quiero confundir con la sentimental, pues esta última pertenece al espacio subjetivo, y que no obliga más que al respeto debido al otro. Es mejor que se dé y sea mutuo, pero no obligado.

Hasta ahora, tales bravuconadas quedaban impunes, legal y mediáticamente. Ahora puede que eso cambie. La existencia de la asociación Grup de Periodistes Pi i Maragall, críticos con la omertá mediática, ha decidido denunciar ante el CAC a la Quemaconstituciones. No es gran cosa, ni el CAC es de fiar, pero… menos da el Gobierno de la Generalidad o la dirección de TV3.

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