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Javier Fernández-Lasquetty

El acuerdo con las FARC en Colombia: ¿paz o rendición?

Tan pronto como Santos ocupó el lugar de Uribe decidió hacer la política exactamente opuesta. Tal vez les resulte familiar.

Tan pronto como Santos ocupó el lugar de Uribe decidió hacer la política exactamente opuesta. Tal vez les resulte familiar.
Santos, Raúl Castro y el líder de las FARC | EFE

Demasiado poco se está hablando y escribiendo sobre los acuerdos firmados en La Habana entre el gobierno colombiano de Juan Manuel Santos y la banda terrorista FARC. A España debería interesarle mucho lo que está pasando en Colombia, y no solo porque se trata de un importante país americano, ni tampoco solo porque muchos miles de españoles nacieron en Colombia y emigraron a nuestro país huyendo de la violencia y la pobreza generadas precisamente por las FARC. También debería interesarle porque se trata de unos acuerdos de paz con un grupo terrorista, alcanzados por un presidente en caída libre de popularidad, precisamente cuando el grupo terrorista estaba, de hecho, derrotado y en descomposición. ¿Les suena a Zapatero y su pacto con ETA? En efecto, es eso mismo corregido y aumentado.

Las FARC llevan más de 50 años sembrando el terror en Colombia. Nacieron como una de tantas bandas guerrilleras surgidas a los pocos años del triunfo de Fidel Castro, pero evolucionaron de manera más inteligente que otras muchas en su país y en todo el continente. Nunca dejaron de apoyarse en el dominio a sangre y fuego de porciones de territorio rural, del que llegaron a dominar una extensa proporción. Al mismo tiempo actuaron con crueldad como banda terrorista urbana, asesinando, secuestrando y colocando bombas. Y junto a todo eso acertaron a convertirse en la principal organización mundial de producción y comercialización de cocaína. Nunca han abandonado el marxismo-leninismo, pero lo han hecho compatible con un muy lucrativo negocio comercial a escala de la globalización.

Todo eso explica que durante décadas fueran casi invencibles, hasta que Álvaro Uribe –víctima él mismo de un atentado terrorista- recibiera el voto de los colombianos al margen de los partidos tradicionales con un mandato claro: derrotar a las FARC. Cuando dejó el poder en 2010 prácticamente lo había logrado. Gracias a su política de seguridad democrática las FARC habían sido varias veces descabezadas, anuladas en buena parte de su capacidad operativa y arrinconadas en un territorio todavía grande, pero muchas veces más pequeño al que dominaban anteriormente. Aún más importante, Uribe había conseguido movilizar a la sociedad colombiana y poner a las víctimas del terrorismo en el primer plano de la consideración y el respeto mundial. Una gigantesca marcha en febrero de 2008 corroboró que los colombianos no querían otra cosa que la derrota de los terroristas.

El actual presidente Juan Manuel Santos era ministro en el gobierno de Uribe, y a cargo de la responsabilidad de Defensa se llenaba de orgullo al dar importantes golpes contra las FARC. Eso le valió hacerse con la sucesión de Uribe. Tan pronto como ocupó el lugar de su antecesor decidió hacer la política exactamente opuesta. Tal vez les resulte familiar.

El pasado mes de junio se retrató sonriente con el dirigente de las FARC y con el tirano de Cuba Raúl Castro, como ya había hecho en 2012. Se van someter a plebiscito unos acuerdos que tienen más de 130 páginas, y que abarcan desde modificaciones en el sistema electoral hasta un complejo mecanismo para dejar impunes los crímenes cometidos, pero sin que falten páginas dedicadas al régimen agrario y hasta a los métodos de riego y de cultivo. Los jefes de la guerrilla han dejado claro que ni se arrepienten, ni piensan pedir perdón. Por no hacer, ni siquiera entregarán la fortuna obtenida con el tráfico de drogas, ni resarcirán a las víctimas, según denuncia Álvaro Uribe. Es pronto para decirlo, pero no es improbable que los colombianos se nieguen a ratificar semejante aberración. El propio Santos y su deseo de pactar con las FARC tienen altos niveles de rechazo e impopularidad en las encuestas.

Hay muchas cosas inquietantes en los acuerdos entre Santos y la guerrilla terrorista. No es solo el riesgo de que una parte de las propias FARC, como ya han amenazado algunos de sus dirigentes, piensen continuar con el mismo negocio. No es solo, tampoco, el evidente riesgo de que las FARC simplemente muten y se transformen en una o varias organizaciones criminales como las que existen en otros países americanos. Ni siquiera lo más inquietante es la evidencia de que otros grupos criminales como el ELN están al margen de este acuerdo y piensan continuar su carrera criminal.

Lo inquietante es que estamos ante un gobierno que, escaso de principios y repleto de avidez de poder, subrepticiamente ha aceptado cambiar la Constitución y el régimen de libertades a cambio de que unos criminales dejen de matar. Como ha escrito Mary O’Grady en el Wall Street Journal ”el problema es que no quieren la paz. Quieren una capitulación”.

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