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Zoé Valdés

El extendido escándalo de Orpea

Ni siquiera en los hogares y albergues pagados por los familiares nuestros mayores son atendidos y cuidados con la consideración y el respeto que merecen.

Ni siquiera en los hogares y albergues pagados por los familiares nuestros mayores son atendidos y cuidados con la consideración y el respeto que merecen.
Eduardo Parra / Europa Press

El asunto vergonzoso de Orpea con los ancianos en Francia es sólo un espejo de lo que hace la sociedad actual con los mayores: al privilegiar a los jóvenes e inexpertos por encima de la experiencia y la sabiduría, los acorrala, los condena a una muerte en vida.

El abandono y el maltrato es el punto más alto al que se ha llegado, pero antes han debido pasar por el desprecio, la anulación de las capacidades pese a sentirse todavía con fuerzas e idoneidad para ser útiles. Imperdonable.

Durante mi primera adolescencia, a la edad de doce años, el régimen totalitario que impera en mi país desde hace sesenta y tres decidió enviarnos a trabajar al campo. Aquella vez partimos todos entusiasmados, como a una fiesta, la ruda realidad nos sacudió y volvimos con una madurez lacerante antes de la necesidad de haberla vivido.

Recuerdo que nos levantaban a las cinco de la madrugada y nos conducían sin apenas desayunar a un campo de trabajo, montados en desvencijadas carretas. Sin guantes y con una ropa no adaptada a esas arduas labores, entrábamos en los surcos a desenterrar papas o a guataquear, a lo que fuera que tocase hacer... Mientras la tierra estaba húmeda, las manos no se resentían. Pero alrededor de las dos de la tarde la tierra seca convertida en afilados pedruscos nos las destrozaba hasta hacerlas sangrar. En la noche caíamos medio muertos, baldados de la espalda, los pies ampollados, los tobillos hinchados… Y para colmo no rendíamos en el trabajo.

Los campesinos, alarmados, se llevaban las manos a la cabeza y desesperados intentaban explicar a los incompetentes militantes del Partido Comunista que a la tierra había que quererla y entenderla para saber trabajarla, que nosotros no sólo no conocíamos de eso, además, debido a la temprana edad y al origen urbano, no nos interesábamos lo más mínimo en que el trabajo obtuviese el mejor de los resultados.

Aquellos hombres y mujeres del campo parecían ancianos con cincuenta y con cuarenta años, habían trabajado de sol a sol durante toda su vida, y la tierra también pasa factura. Lo único que conocían de verdad era su trabajo. De hecho, lo único que les daba alegría era contemplar al final el resultado de ese buena y esforzada labor.

Pero con nosotros no existían esos resultados, y ellos temían por la salud de sus sembrados, con nuestra perenne e inevitable presencia sobre el terreno.

Por muy joven que yo fuera, por muchas ganas que le pusiera, no podía evitar que se me explotaran o pisotear la mayor cantidad de tomates, más de los que caían en la lata en la que debían depositarlos para su posterior distribución. Para colmo, me importaba bien poco. Me hallaba allí de forma obligada. Si no participaba de las escuelas al campo no tendría derecho a una carrera universitaria. Así era y es bajo el comunismo.

En muchísimas ocasiones fui testigo del maltrato de esos treintañeros militantes del Partido, maestros a la carrera fabricados en las becas soviéticas Makarenko, hacia los campesinos, cuya sabiduría convertía la ruralidad en la rareza que es hoy. Rareza por extrañeza.

Esa falta de respeto a la edad y al conocimiento que brinda la vida se ha extendido a buena parte del mundo. Se ha caído de la falta de respeto al maltrato puro y duro, mediante el embrutecimiento de la progresía; y ni siquiera en los hogares y albergues pagados por los familiares nuestros mayores son atendidos y cuidados con la consideración y el respeto que merecen. Lamentable.

Como antídoto recomiendo ver el primer capítulo de una serie de documentales titulada La España silenciada. Ahí descubrirán el ejemplo de Laureano.

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