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Pedro de Tena

Gorbachov, el reformador infeliz

La confluencia de grandes líderes en el Occidente democrático logró que el desmoronamiento soviético aliviara la Guerra Fría.

La confluencia de grandes líderes en el Occidente democrático logró que el desmoronamiento soviético aliviara la Guerra Fría.
Gorbachov y el Papa Juan Pablo II. | EFE

Tuve la suerte de ser guionista del programa diario que RTVE dedicó al Campeonato del Mundo de Ajedrez que se celebró en Sevilla en otoño de 1987. Se enfrentaban Garri Kaspárov y Anatoli Kárpov, ambos soviéticos y campeones del mundo. Pero eran feroces antagonistas, no sólo en el tablero, sino también políticamente. Kárpov, nacido en la rusa Tlatoust, era un beato del Kremlin, un comunista convencido. Kaspárov, de Bakú, la república soviética de Azerbaiyán, era un partidario de la perestroika, de la apertura a la libertad. Fue campeón del mundo en 1985, el mismo año de la llegada de Mijaíl Gorbachov a la secretaría general del Partido Comunista de la Unión Soviética. Recuerdo que las simpatías populares se inclinaban por el genio de Bakú.

En 1987, Gorbachov aún no era jefe del Estado soviético pero aquel imperio ya estaba dividido entre, por decirlo en español, aperturistas e inmovilistas. Nadie pensaba que en sólo unos años de gobierno, "Gorbi", el hombre de la mancha en la cabeza, iba a ser protagonista y testigo del fin de la Unión Soviética y con él, del fin del intento más rotundo por la implantación de un sistema comunista en todo el mundo. Kaspárov, que salió huyendo por piernas de Bakú de algún peligro inminente, dijo en 1990 que Gorbachov era un "fracasado".

Aunque él mismo, en un interesantísimo debate con Margaret Thatcher, que reproduce textualmente en su libro Memoria de los años decisivos (1985-1992), admite que su reforma, el "nuevo pensamiento", se fundamentaba "en el reconocimiento de las realidades", seguía creyendo que el socialismo era una realidad internacional antes que una ficción. Pero sólo podía funcionar, y muy mal, dictatorialmente. Cuando dejó de hacerlo, se hundió de forma estrepitosa. No hay reformadores felices, proclamó él mismo.

En ese libro, Gorbachov tuvo la deferencia de componer un prólogo para lectores españoles en el que dice algo que los neocomunistas podemitas, proetarras y bolivarianos, con la comprensión de un desconocido PSOE, parece tratar de destruir: "España ha recorrido un espinoso camino desde el régimen totalitario a la democracia parlamentaria desarrollada. Pero, a fin de cuentas, los españoles pudieron conseguir un éxito de escala histórica porque estaban de acuerdo en lo sustancial, en lo que necesitaba todo el país. España se enfrenta ahora —lo sé con seguridad— a nuevos y complicados problemas. Creo que los españoles podrán responder a los nuevos retos si se apoyan otra vez en lo más importante: la concordia social que les aseguró el éxito en el pasado".

Y añadía: "Dentro del marco de una Gran Europa, del Atlántico hasta los Urales, reservo un lugar importante a España y a Rusia".

No conozco a nadie más versado en la caída del sistema soviético que Boris Cimorra, español e hijo de Eusebio Cimorra, aquella voz que venía del frío moscovita para adoctrinar desde las emisiones soviéticas en español. En su libro, La caída del imperio soviético, se explica con toda claridad y abundancia de datos que, a pesar de la influencia de catástrofes como la de Chernóbil (la "bomba atómica" de la perestroika) la reforma, por sincera y democrática que fuese de Gorbachov, no podía funcionar. Democracia y socialismo son realidades incompatibles y cuando en 1986, Gorbachov dio paso a la Ley sobre la Actividad Individual Laboral, esto es, privada, se remachó "el primer clavo en el ataúd del sistema socialista".

¿Podría resolverse el colapso económico de la URSS desde dentro mediante la apertura democrática conducente a un capitalismo de Estado al estilo chino? Lo cierto es que nada más comenzar a desarrollar la perestroika (reestructuración) y la glásnot (transparencia), el sistema entero se vino abajo, económica y políticamente. En 1991, la URSS reventó en 15 repúblicas y el mayor estado socialista de la historia dejaba de existir. La confluencia de grandes líderes en el Occidente democrático, desde Ronald Reagan a Juan Pablo II, o la ya mencionada Thatcher, lograron que este desmoronamiento aliviara la Guerra Fría y algunos soñaron que la historia había llegado a su fin: la democracia liberal.

¿Fue Gorbachov un hombre sincero que quiso realmente democratizar el comunismo soviético? A nadie le cabe duda de que intentó ser un gran reformador ante la realidad abrumadora de que ni siquiera el petróleo abundante de Siberia servía para mantener un nivel de vida cada vez más deteriorado y ominoso a la sufrida población soviética.

El mismo ha descrito su intento así: "Se pretendía un paso pacifico, no una ruptura revolucionaria que originase una escisión del país en bandos enemigos y una guerra civil. Conocíamos nuestro país, nuestra tradición y la amarga experiencia del pasado, y sabíamos que era preciso evitar algo así. Esto se convirtió para mí en la orientación, política y moral, fundamental. Por consiguiente, hubo que aplicar al principio el método del ensayo y el error".

No lo logró. Tampoco Yeltsin, más decidido y valiente, que terminó dando el poder a Putin y dejando al mundo en la cuarentena en la que hoy vivimos. El futuro irá precisando la importancia de su papel en la historia. La caída de aquellos muros, fuese por lo que fuese y cómo fuese, será decisivo. Quiero creerlo.

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