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Ricardo Artola

El comunista que sonreía

Gorbachov se equivocó de buena fe, Yeltsin actuó como un sinvergüenza y Putin recogió los restos para hacer de su capa un sayo.

Gorbachov se equivocó de buena fe, Yeltsin actuó como un sinvergüenza y Putin recogió los restos para hacer de su capa un sayo.
Yeltsin y Gorbachov | Cordon Press

Para intentar entender la figura histórica de Mijail Gorbachov, primero hay que describir brevemente el país del que se hizo cargo el 11 de marzo de 1985.

El final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, había generado un mundo bipolar, liderado por Estados Unidos y la Unión Soviética. Esta última no solo había extendido su dominio férreo por todo el Este de Europa, sino también por diversos países de Asia, África y Cuba. Aparentemente, las dos superpotencias estaban en un plano de igualdad, pero, en realidad, la Unión Soviética era lo que un experto ha llamado un país "moribundo". No solo la falta de libertad asfixiaba a sus ciudadanos, sino que la economía no funcionaba y, de hecho, no podía hacerlo.

Dejemos que lo exprese el propio Gorbachov: los soviéticos "habían llegado al límite de su resistencia. Todos los intentos de reforma parcial —y hubo muchos— fracasaron uno tras otro. El país estaba perdiendo el futuro. Todo tenía que cambiar de manera drástica".

Hay que tener en cuenta que la Unión Soviética había sido dirigida con mano de hierro por tres hombres (Lenin, Stalin y Jruschov) entre 1917 y 1964 (47 años), mientras que durante los tres años anteriores a la llegada de Gorbachov a la Secretaría General del PCUS había habido, también, tres líderes. Efímeros, enfermos y carentes de la energía necesaria para dirigir una superpotencia.

Gorbachov aplicó el impulso propio de un hombre joven (jovencísimo para los estándares de esa gerontocracia), lleno de energía y rebosante de iniciativa. Aplicó cambios en todos los ámbitos, desde la transparencia informativa (glasnost) a la reestructuración (perestroika) general. Dos términos rusos que se pusieron de moda.

En el ámbito internacional supuso una sorprendente novedad, después de décadas de secretarios generales adustos, enfadados y nada dialogantes. La primera en tratarlo (incluso antes de su ascenso al poder) fue Margaret Thatcher, que en una entrevista pronunció su famosa frase de: "Podemos hacer negocios juntos". Muy propio de ella y muy impropio de un líder de la URSS.

La simple mención de los problemas a los que tuvo que enfrentarse Gorbachov solo puede calificarse de reto titánico: una economía hundida, una población desmoralizada, un "imperio" en descomposición; una carrera armamentística ruinosa, una sangría en forma de guerra sin salida (Afganistán) y, para colmo de males, el mayor desastre nuclear de la historia: Chernobil, un nombre cuya mención aún nos estremece.

Otra manera de calibrar su obra y su legado es comprender que ejerció el poder seis años, lo que en un país democrático equivale a una legislatura y media. Hubo una clara desproporción entre el desafío y el tiempo que tuvo para enfrentarlo.

Aunque dudo mucho que con más tiempo hubiera podido revertir la situación: el país, el régimen, el imperio y el dominio que ejercía sobre buena parte del mundo no podía durar y no se podía reformar, según lo que entendemos en Occidente por esa palabra.

Es sabido que el legado de Gorbachov es valorado de manera muy benevolente en el mundo occidental, pero muy crítica en su propio país. Seamos también razonablemente benevolentes en el momento de su muerte y digamos a sus críticos (que nunca nos leerán) que nadie podría haberlo hecho mejor, que no había huida hacia delante posible: Chernobil era producto de los fallos estructurales del sistema; las malas cosechas derivaban de una agricultura colectivizada que nunca funcionó; Afganistán fue un error garrafal, etc.

Obviamente, Gorbachov no acabó con los problemas de su país. De hecho, los exacerbó, porque abrió la tapa de una olla podrida y desencadenó procesos incontrolables que acabaron con el régimen e incluso con la propia Unión Soviética. Nadie puede asegurar que la implosión no se hubiese producido (incluso de manera aún mas feroz) si las cosas hubieran seguido su curso como hasta marzo de 1985.

Sus compatriotas no le perdonan porque asocian a su figura los caóticos y salvajes años posteriores a su caída, pero conviene asignar responsabilidades: el payaso político que lo sustituyó al frente del país y que gobernó durante toda la década de los noventa no se llamaba Mijail, sino Boris (Yeltsin). Un hombre que, por cierto, antes de abandonar el poder abrió la puerta de este a Vladimir Putin a cambio de impunidad legal.

Gorbachov se equivocó de buena fe, Yeltsin actuó como un sinvergüenza y Putin recogió los restos para hacer de su capa un sayo, dentro y fuera de las fronteras de Rusia. Si tengo que elegir, me quedo con el primero.

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