El Parlamento Europeo decidió el pasado martes prohibir la venta de coches de combustión en todo el continente a partir de 2035. La votación salió adelante con el apoyo de los grupos de izquierdas y ecologistas y la oposición del Partido Popular Europeo, el más numeroso de la cámara, que votó en contra de esta propuesta junto a los grupos conservadores minoritarios. Lo ajustado del resultado, 340-279, tan solo sirve para maquillar una decisión que va a dinamitar a la industria de la automoción europea y, sobre todo, va a perjudicar a ciudadanos y empresas, a los que se obligará a adquirir carísimos e ineficientes vehículos eléctricos para poder desarrollar su actividad económica o, simplemente, para hacer uso de ellos en su vida personal.
El pretexto para decretar coactivamente un cambio tan radical como la eliminación de los coches de combustión en poco más de una década es la consabida lucha contra el cambio climático, un albur fabricado por las élites mundiales con simulaciones informáticas cuya fiabilidad está muy lejos de ser demostrada, utilizado como pretexto para imponer una agenda política, social y económica que despojará a los ciudadanos de no pocos de sus derechos como el de moverse libremente con medios de transporte ajustados a sus posibilidades.
Las consecuencias para España se van a hacer notar de manera dramática en el sector de la automoción, que da empleo directo a casi 2 millones de trabajadores y produce la décima parte de nuestra riqueza nacional. Por si el destrozo de un sector tan pujante fuera insuficiente, los efectos de la prohibición golpearán también a los ciudadanos particulares, a los que se obligará a adquirir vehículos un 30% más caros, con graves problemas de autonomía y, en consecuencia, solo accesibles a las capas más acomodadas de la población. No es casual que, a pesar de las intensas campañas publicitarias y las incontables ayudas económicas para incentivar su compra, las ventas de estos vehículos en España no lleguen siquiera a un ridículo 5%, buena prueba de las descoordinaciones y problemas de movilidad que va a generar la eliminación de los vehículos de gasolina, diésel o híbridos en tan corto espacio de tiempo como pretende la UE.
Pero las élites de Bruselas se cuidan mucho de que las consecuencias de sus coacciones perjudiquen a sus pares en la política de los estados miembros. Por eso, la propuesta aprobada incluye una excepción para que las administraciones públicas puedan seguir disponiendo de vehículos de combustión, mientras se obliga a los contribuyentes a hacer esta transición acelerada.
La hipocresía de los partidos izquierdistas y ecologistas con presencia en Bruselas y Estrasburgo llega al extremo de obviar las emisiones brutales de CO2 necesarias para producir las baterías de los vehículos eléctricos o los gravísimos efectos contaminantes que inevitablemente se producirán tras finalizar su vida útil. Convenientemente escamoteados de la ecuación ecologista estos dos factores primordiales, el Parlamento Europeo ha lanzado su consigna de obligado cumplimiento como si solo tuviera efectos positivos. Lo cierto, sin embargo, es que la muerte del vehículo de combustión va a producir la deslocalización europea de una de las industrias más potentes a escala mundial y, en consecuencia, el empobrecimiento de decenas de millones de trabajadores. Mal harán los partidos de la oposición aquí en España si no obligan a los socialistas españoles, promotores de la medida en el parlamento europeo, a explicar esta decisión a todos los ciudadanos durante la inminente campaña electoral.

