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Itxu Díaz

Un instante de peligrosa felicidad

Quizá todo esto sirva para recordarme que recrearse en la felicidad es el mayor peligro para un escritor que vive del latido de un cierto cinismo.

Quizá todo esto sirva para recordarme que recrearse en la felicidad es el mayor peligro para un escritor que vive del latido de un cierto cinismo.
Con el buen tiempo, las terrazas se llenan.

Han subido algo las temperaturas, las niñas bonitas han vuelto a poblar las calles, he podido escribir en una terraza al sol toda la mañana y se respira en el aire el primer despertar de la primavera. Me siento como si me hubiera comido un libro de Paulo Coelho. Me invade un extraño sentimiento de euforia y, con él, una malsana inquietud.

Ni siquiera el hecho de que el doctor me anunciase que tendrá que operarme la mano en unas semanas, que me veré obligado a escribir con la punta de la nariz durante mes y medio, ha logrado empañar mi estado de ánimo. Pero entonces, acababa de pedir la cuenta, un golpe de viento huracanado se ha llevado calle abajo dos folios con la columna recién terminada; antes de doblar la esquina, han hecho remolino, y se han elevado por encima de la última fila de edificios antes del mar, donde ya los he perdido de vista. Entonces me he reencontrado con el derrotismo habitual del escritor, porque ni siquiera he salido corriendo detrás, asumiendo que mi estado de forma, en estas horas aciagas de la Historia, es esférico.

Un buen columnista siempre encuentra una lección detrás de cada contratiempo, algo que aprender. Yo no. Quizá por eso he reaccionado golpeando repetidas veces la mesa con la mano estropeada, desesperándome y mentándole madre y abuela a todos los dioses del viento, desde Céfiro hasta Quetzalcóatl.

Es obvio que había bajado la guardia por estar engatusado contemplando las bondades del primer sol generoso de marzo. Y eso que había escuchado esta mañana a Federico advirtiendo de las rachas peligrosas en mi tierra a la hora del primer café. La típica advertencia a la que reaccionas encogiéndote de hombros, porque en principio no tenías planeado hacer rappel por los acantilados de la Costa de la Muerte.

Ahora entiendo por qué siempre se ha dicho que el viento sur del norte puede traer consigo síntomas como dolores de cabeza, agitación psicomotriz, agresividad, ansiedad o estado irritable. En mi caso, todo junto. Estoy como el Tío Gilito el otro día, cuando se enteró de que los idiotas de Disney han censurado dos de sus mejores historietas del siglo pasado por considerarlas racistas. De niño la ciencia ficción nos pintaba 2023 como un mundo avanzadísimo en el que los coches volarían, pero lo que nadie fue capaz de vaticinar es que el progreso consistiría en ser capaz de detectar racismo en un pato.

Lo único bueno de mi accidente con el vendaval es que iba a arrojarles una de esas tantas columnas políticas, ligadas a la tontería destacada del día, y ahora puedo obsequiarles con uno de esos otros artículos de desapego informativo. Una de las primeras consecuencias de la primavera, con su explosión de flores, de aromas, de brindis y de morenas de infarto por las calles, es que el ámbito de la política que tanto nos quita el sueño durante el invierno ocupa poco a poco el lugar que le corresponde en la vida, que es importante pero no lo es todo. Y no nos viene mal, porque este año hay un abismo entre la belleza de los jardines de marzo y la fealdad que exhala a cada minuto el Consejo de Ministros y su interminable camada de ministrines.

Quizá todo esto sirva para recordarme que recrearse en la felicidad es el mayor peligro para un escritor que vive, después de todo, del latido de un cierto cinismo, de viajar a ratos al corazón de las tinieblas, y de una continuada predisposición al pataleo. Por lo demás, teniendo en cuenta la violencia del viento sureño racheado de hoy, supongo que a esta hora alguien que esté paseando por La Rochelle recibirá el impacto en la cara de dos folios garabateados en un idioma que le resultará incomprensible, y sobre asuntos de la vida política española irrelevantes para un francés, y decida lanzarlos a la hoguera. O tal vez el tipo vaya en bicicleta por el puerto deportivo, los folios le tapen de golpe los ojos, caiga al agua con todo el equipo, se ahogue, se lo coma una carpa y la familia consiga meterme en prisión por asesinato con tentativa literaria.

Que la Virgen de Lourdes y Houellebecq me protejan.

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