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Emilio Campmany

El cirujano arlequín

Cuando Berlusconi irrumpió en la política italiana, el país transalpino estaba a punto de convertirse en una dictadura judicial.

Cuando Berlusconi irrumpió en la política italiana, el país transalpino estaba a punto de convertirse en una dictadura judicial.
Silvio Berlusconi, durante una entrevista en la RAI. | EFE

En el teatro de la política italiana, la máscara de la comedia ha pertenecido durante estos últimos veinte años a Silvio Berlusconi. En este tiempo, ha sido la izquierda la que ha tenido que presentarse tapada por la otra careta, la enfurruñada de la tragedia. Es verdad que su sonrisa se fue acartonando conforme intervenía el cincel del cirujano plástico, pero el caso es que el empresario nunca dejó de sonreír. En España, como en todas partes, nos hemos burlado de él por despreciar a todos los italianos, como paradigma que se nos figuró de su falta de seriedad, de su constante deseo de saltarse las normas, de su estilo de vida cantarín y desenfadado, último responsable del desastre que es la política italiana. Pero Berlusconi salvó a Italia. Aunque es verdad que lo hizo poniendo como candidatas al Parlamento a mujeres guapas sin consideración a otros méritos y colocando en el Gobierno a sus empleados. Y lo hizo entre escándalos financieros, fiscales y sexuales, como si estuviera empeñado en conservar la reputación de su caricatura.

Pero, cuando Berlusconi irrumpió en la política italiana, el país transalpino estaba a punto de convertirse en una dictadura judicial en manos de Antonio Di Pietro y otros magistrados. Democristianos y socialistas se habían ganado a pulso, a fuer de corruptos, el vendaval que fue Mani Pulite, que procesó a un tercio de los parlamentarios. Y todo sucedió mientras la mafia asesinaba a los jueces Falcone y Borsellino. Italia era un país imposible, donde cerraban los negocios presa de la voracidad de Hacienda, en el que sólo prosperaba quien supiera defraudar al fisco o se dedicara directamente al crimen organizado y los políticos se dejaban comprar por unos y por otros. Quien llegó para salvar al país era un cantante de cruceros que había hecho dinero, primero en el negocio inmobiliario de la capital de Tangentopoli, Milán, y luego con la televisión privada a base de sacar bailarinas ligeras de ropa en concursos de dudoso gusto como alternativa a la adusta RAI, la televisión estatal.

Berlusconi se presentó pues a sus compatriotas rodeado de mujeres bellas y con un partido, Forza Italia, que era una especie de Aúpa Italia con el que levantar el ánimo a sus conciudadanos con un programa hecho a base de parches liberales envueltos en populismo de tercera. Pero el país se salvó. Quizá el rico milanés no lo hiciera sólo por patriotismo, pero el caso es que lo apartó de la cuesta abajo que había cogido.

Últimamente quiso honrar su amistad con Putin acusando a los ucranianos de la invasión de que han sido objeto. Y es verdad que nunca fue un as de la política exterior. Pero tuvo la habilidad de zafarse del compromiso con Bush y no salir en la foto de las Azores con ocasión de la guerra de Irak, algo que no supo hacer Aznar. Y acertó a no dejarse embolicar en la guerra de Libia donde acabó empantanado Nicolas Sarkozy, que tanto se rió de él. No muere un estadista. Pero tampoco lo hace un payaso. Muere un italiano que supo gobernar con la misma relativa destreza con la que dirigió sus empresas y sus equipos de fútbol. Es bastante más de lo que ha tenido el baqueteado país durante la mayor parte de su atribulada historia.

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