
Estamos condenados a ver día tras día a estos titiriteros de feria escenificando sus manidas historias, repetidas una y otra vez con desgana y sin gracia. Las interpretan en los telediarios, a los que se asoman con la complicidad de los periodistas de la televisión, que se unen a la representación como haría un apuntador que saltara de su concha al escenario harto de ver lo malos que son los actores. Sánchez salta y perora junto a Puigdemont, Junqueras, Ortuzar y Otegi. El presidente es Arlequín, lenguaraz, inmoral, necio y gandul. Brinca por todo el escenario con las rodillas hacia arriba y los pies muy abiertos. Puigdemont es Polichinela, astuto y hablador, jorobado y manipulador, deambula frente a nosotros agitando un cencerro para ahuyentar españoles. Junqueras es el Doctor, opulento y voluminoso, comedor y bebedor, jactancioso, ocupa el centro del escenario mientras pontifica perogrulladas de sabio de cantina. Ortúzar es el Capitán, fanfarrón y cobarde, traidor y bravucón. Como jugador de ventaja que es se pone en cuclillas en un rincón a esperar a que un primo quiera arriesgar unas monedas con él a los dados. Otegi es Brighella, intrigante y timador, pendenciero sin escrúpulos, que utiliza al mentecato de Arlequín para sus intrigas y enredos. Todos se mueven los unos alrededor de los otros, la mayoría de las ocasiones enojándose entre ellos con exagerados aspavientos de fingida ira o amistándose por momentos con sonoros abrazos, enredando como un tirabuzón el argumento de una comedia de la que el público sabe el final desde que el telón se levantó.
Y no contentos con aburrirnos ellos cinco se une a la representación Conde-Pumpido, vestido de Pantaleón, viejo, avaro y rijoso, que exige, investido de todo el poder judicial que él encarna, que la ley de amnistía que los demás personajes le presenten sea constitucionalmente inapelable, pues si no él no podrá avalarla con su sello purificador. Y después de esta severa advertencia, envuelto en su enorme capa apenas suficiente para circunvalar su abultada panza, desaparece del escenario haciendo mutis por el foro no sin antes guiñar un ojo al espectador. Al poco, un foco se gira hacia arriba y señala un palco donde Pantaleón escribe frenéticamente con una enorme pluma de ganso, que se mueve al son de la música, sobre un pupitre de madera con el tablero muy inclinado. Sorprendido por la luz se dirige al público y, mientras los otros han quedado inmóviles en el escenario y le miran preguntándose que irá a decir, Pantaleón truena: "Churchill dijo que la Historia lo trataría bien porque la escribiría él. Lo mismo le pasará a la ley de amnistía, que mi tribunal la bendecirá como inapelable porque la escribiré yo", y llenará la sala con sus grandes risotadas replicadas por los demás personajes en el escenario. Y así habrá terminado este insoportable primer acto.
Saber de una obra cómo termina no la hace necesariamente inaguantable a poco que tenga un mínimo de calidad. Pero, saberlo en este caso en que la comedia es de la peor especie, indigna del escenario más cutre del pueblo más remoto, se hace ya muy cargante.
