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Juan Cermeño

Un cura policía y una ermita gay

El asunto homosexualidad e Iglesia lleva latente unas décadas y, tras el comunicado del Vaticano, ha mutado a candente.

Dos hombres, ambos vestidos de novio, atraviesan el umbral de la puerta. Jóvenes, alegres y de la mano, abandonan la ermita entre los vítores de los asistentes. En el último fotograma, la pareja aparece arrodillada en el altar, frente a la cruz. El vídeo ha circulado por las redes esta semana. Hasta aquí la crónica de esos segundos de moviola. La hipótesis lógica es que aquello parecía el colofón a un supuesto recién celebrado enlace o bendición –amén del comunicado del Vaticano de hace unos meses sobre los integrantes de las parejas homosexuales–; en todo caso, del cura, ni rastro. Pero los hechos quedaron eclipsados poco tiempo después. Un sacerdote compartió dicho vídeo en la plaza pública –ya saben, el antiguo Twitter– indicando que se trataba de "un acto de exaltación sodomítica" e instando a los católicos a que no fueran "cómplices de irreverencias semejantes", invitando a que "rezaran por su conversión".

El asunto homosexualidad e Iglesia lleva latente unas décadas y, tras el comunicado del Vaticano, ha mutado a candente. Como el ser humano es tribal –no dejamos de ser la evolución del mono malo que aniquiló al resto–, las palabras del sacerdote prendieron la paja twittera incendiando la plaza. El español ya se pelea entre autonomías, y entre provincias y ciudades, y entre regiones y comarcas y entre pueblos y municipios… ¿Cómo no íbamos a pelear entre católicos? Uno sólo no pelea contra sí mismo, y a veces ni eso. Al tweet del cura le sucedieron respuestas de virtud y castigo; los primeros apoyando la causa con formas un tanto torquemadescas, los segundos contraatacando con oraciones como puñales, novedoso concepto: ¿pide usted que recen por ellos? No se preocupe, páter, que yo pediré que recen el doble por usted. Y así, se encontraba uno a alguna diputada del PP rezando por el susodicho en una competición de condescendencia por ver quién la tenía más larga –la fe, se entiende–.

He crecido católico y algo conozco la doctrina como para saber que, en puridad, deja poco lugar a la interpretación. Uno podría aducir que el contexto sociocultural y la idiosincrasia han cambiado mucho desde entonces, o que la homosexualidad siempre existió y que, por tanto, el contexto no ha cambiado tanto. En todo caso, la realidad, por el momento, es la que es. Una realidad algo triste, a mi humilde modo de ver, porque parece lógico pensar que haya gente de buena fe que se sienta excluida. Pero quiero pensar que, más allá de la doctrina, ésta debe albergar humanidad, sin que implique necesariamente cambiarla a libre disposición para convertirla en café para todos. Como ven, este vago goteo de ideas dispara a ambos lados de la trinchera para precisamente transmitir que hay una difícil realidad en el seno eclesial. Cuando muchos laicos debatimos sobre ella, coincidimos en no saber cuál sería una buena respuesta a la misma, descartando el no hacer nada porque sentimos que conduce a un bucle de sensación excluyente para los afectados.

Formalidades teológicas aparte, flaco favor a la Iglesia hizo el sacerdote compartiendo el vídeo con esas palabras. Primero, porque esos breves segundos muestran lo que muestran y el resto son conjeturas. Segundo, porque la idea que siempre retuve de los Evangelios es que se invita a la corrección del hermano de manera discreta, privada, y no vía escarnio comunitario. Puedo entender que el sacerdote quiera ceñirse estrictamente a la doctrina, pero, ¿acaso reporta algún bien el compartir el vídeo bajo esas duras palabras? ¿Ayuda al hermano, a su juicio, pecador? Lo dudo. Bueno, hago propósito de enmienda, porque miento: no sirve para absolutamente nada. En pocas y brillantes palabras, tomándolas prestadas de otro sacerdote de las redes: "a veces, la maldad se disfraza de virtud".

Creo que buena parte de lo religioso y espiritual radica en la pureza de intenciones y en la transparencia de los corazones sin dobleces. Y eso, para bien o para mal, es insondable para el prójimo. Pecamos a conciencia cuando pretendemos intuir qué alberga el corazón ajeno; pecamos de otorgar a las faltas un orden de gravedad en base a nuestros cánones —¿se acuerdan cuando, hace años, tocarse parecía peor que el asesinato, y se impedía a toda costa al grito de "se te llenará la jeta de granos"?–. No sé si la pareja del vídeo se pasó lo religioso por el forro para celebrar un bodorrio estéticamente fetén, pero también les digo que hay muchas parejas heterosexuales que no pisan una iglesia y sólo se acuerdan de ella para la foto. En otras tantas ocasiones, ante los novios dispuestos a pasar por el altar, los sacerdotes presuponen de buena fe que no ha habido sexo prematrimonial y que, si lo hubo, se puede perdonar. Y que yo sepa, la novia sigue entrando a la iglesia de blanco; blanco que fue en su día símbolo de una "pureza" que ya no suele darse. ¿Y si esta pareja quisiera vivir una vida de amor y acompañamiento en castidad, de acuerdo con la doctrina? Me acusarán de hacer una hipótesis poco probable, pero ¿por qué damos el beneficio de la duda en los casos citados a la pareja heterosexual y no a ellos? Hago estas conjeturas con mucho tiento porque por algo habrá que estudiar largos años de teología para convertirse en sacerdote. Son tan sólo ideas que me hacen cavilar y me impiden juzgar con la autoridad de la que otros hacen gala.

Todas estas dudas me conducen a la única certeza de esta columna, que no es de opinión sino de reflexión: mientras que el mal se hace notar, ensordecedor, el bien es silencioso y discreto. Azuzar a las masas sedientas de morbo y cizañar en la plaza pública es un mensaje que deja en mal lugar a la Iglesia. Silencia labores diarias y valiosas de sacerdotes y laicos que pasan desapercibidas, como ese acompañamiento a homosexuales, divorciados y otras personas que quieren vivir su fe en el seno eclesial y, desgraciadamente, se sienten excluidos por la doctrina y fuera de lugar en lo que debería ser un hogar. De lo que estoy seguro es que no querría entrar en una casa donde sus miembros se pasan el día tirándose los trastos a la cabeza. Disculpen la parrafada y si he herido alguna sensibilidad con esta columna. Sólo pretendo reflexionar y encontrar la Verdad.

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