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Pablo Molina

El sanchismo caerá y usted y yo lo veremos

Ellos están desesperados y nosotros más que hartos, porque el engaño ya no da más de sí.

Ellos están desesperados y nosotros más que hartos, porque el engaño ya no da más de sí.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. | EFE

Con los resultados de las elecciones del pasado domingo, los vascos han dado un paso más hacia el abismo histórico que supondría su separación de España, la madre nutricia a la que esquilma su clase política y sin la cual aquella región no tendría futuro.

¿Cuándo se jodió el País Vasco? Pues todo empezó cuando los políticos de Madrid decidieron que los españoles teníamos que pagar un peaje estratosférico para que los separatistas se sintieran cómodos en España, pero el último paso en este camino sin retorno se produjo cuando Zapatero premió a la ETA por dejar de asesinar inocentes, diez minutos antes de que la banda terrorista acabara diezmada definitivamente por los tribunales españoles, la Policía y la Guardia Civil.

El vértigo político se ha agudizado de tal manera tras las elecciones del pasado domingo que los dos partidos que quieren la independencia de las vascongadas suman el 68% de los votos y, en lugar aliarse para llevar a cabo el objetivo político que da sentido a su propia existencia, separarse de España, se pelean por ver cuál de los dos se asocia con el partido que gobierna en Madrid y así poder seguir exprimiendo la ubre española otros cuatro años más. La ficción es tan grosera que, de esos dos partidos, el que representa a la derecha más rancia es el que tiene más posibilidades de pactar con los socialistas en detrimento de su rival local, tan socialista o más que el PSOE.

Esto no tiene ya mucho recorrido, señores. O se largan de una puñetera vez asumiendo todas las consecuencias o tendremos que poner orden en algún momento, tanto en el País Vasco como en Cataluña, porque el disparate de estas coaliciones contranatura provocan la frustración de las generaciones de nacionalistas del terruño, educadas durante medio siglo en el odio a España y en la convicción de que la independencia está a punto de llegar, y el hartazgo de los que pagamos la fiesta. Ellos están desesperados y nosotros más que hartos, porque el engaño ya no da más de sí.

Sánchez es el presidente del Gobierno de España que tendrá que resolver esta contradicción histórica, según la cual los dirigentes separatistas pretenden seguir con su fiesta a costa de España indefinidamente a cambio de otorgar mayorías en el parlamento nacional. Él está dispuesto a impulsar un cambio de régimen que le permita seguir en el poder, pero lo que ya no está tan claro es que sus socios vayan a asumir la apuesta y llevar sus amenazas hasta el final. De hecho, la reacción de la inmensa mayoría de españoles puede llevar a que ese cambio de régimen se produzca en sentido contrario al que pretende Sánchez para dar satisfacción a sus socios y, en algún momento, los españoles decidamos poner fin a los privilegios de las castas nacionalistas. No solo los económicos, que ya es bastante, sino también los de carácter electoral, sin los cuales no pasarían de ser unos racistas grotescos, pero inofensivos reducidos a los límites de sus respectivas comarcas.

Ni siquiera Sánchez va a poder seguir jugando indefinidamente con el abuso de unos pocos y el asco de todos los demás. Ahora llegan las elecciones catalanas (otro carajal) y las europeas (otro bofetón electoral). El sanchismo caerá y nosotros lo veremos. Paciencia, que esto va.

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