
Con inmensa desazón, con insomnio, desconsuelo y temblores en los dedos de los pies, asisto impotente a la fuga de nuestros más brillantes tuiteros, esos que tú sabes. Es tal mi tristeza, que a ratos pierdo hasta la cobertura, y en solidaridad con su forzada ausencia, tuiteo algo en los comentarios de productos de Shein, o en ChatGPT, o lo escribo con vaho en el espejo del baño. Es un drama mundial. Se marchan así, como caen las hojas en otoño, como las golondrinas que imaginó el poeta, y nos dejan huérfanos de su sabiduría, tolerancia y libertad. Estoy tan dolido por el ejército de justicieros que abandona esta intoxicada red, tanto, tan de luto, que estoy a punto de instalarme un crespón negro en la punta del wifi.
La característica común a estos camaradas digitales que se van es que no toleran que Elon Musk haya dinamitado la dictadura woke que acallaba a las voces discrepantes. Ese cabrón quiere dejar hablar a todo el mundo en libertad. ¿Alguien se ha parado a pensar lo peligroso que resulta eso? ¿Hasta dónde va a llegar esta corriente de fascismo? ¿Cómo es posible que hasta nuestros jóvenes encuentren punk ser facha? ¿Esto lo sabe el Fiscal General del Estado?
Dicen que se van porque se ha marchado The Guardian y La Vanguardia –en Nueva York no se lee otra cosa—, porque los fachas han tomado el poder, porque hay mucho bulo, porque Trump, y porque está todo infectado de extrema-extrema-extrema derecha. Franco se levantaría de la tumba dando saltos si pudiera enterarse de que, según los que abandonan, Twitter está formado por 245 millones de franquistas.
En cuanto a los bulos, ayer fue un gran día para los helicópteros, un día maravilloso para la Torre de Cristal, un mal día para dejar los antidepresivos si eres presidente de EFE, y un día bastante mejorable para que La Vanguardia decidiera anunciar que deja la red social porque es "una red de desinformación". Óleo sobre lienzo. Melancolía digital. Orfandad tuitera insaciable. Siento que me falta algo. Soy, como cantaba Jarabe de Palo, un completo incompleto.
Con todo, admitamos la derrota. Detrás de toda esta retirada repleta de solemnidad y largos comunicados que inevitablemente conducen al lector al llanto, se esconde una cruel verdad: el wokismo, el inteligentísimo movimiento al que la izquierda vendió su alma, y la cancelación, la estrategia con la que han intentado sostener el castillo de naipes woke, han tocado fondo, han muerto. Y han muerto en medio de la peor de las incomprensiones, como mueren siempre las ideas brillantes: primero en la barra del bar, después en las redes sociales, y finalmente en las urnas. No hay tanto kleenex en el mundo para tamaña desgracia que anida en mi alma.
Se van nuestros queridos camaradas porque, justo es admitirlo, han perdido la guerra digital, y ya ni siquiera sirven aquellas poderosas estrategias soviéticas de armar legiones de bots que reporten usuarios díscolos para acallarlos, porque Musk ha venido a liberar las cadenas de esta red social. Musk ha entrado en Twitter gritando "¡Viva el mal! ¡Viva el capital!" y la mayoría de los usuarios, en lugar de salir corriendo espantados, han respondido al unísono "¡Viva!". Todo está perdido.
Entre tanta tristeza por el éxodo de los nuestros, hay algo que me reconforta. Y es ese punto de arrogancia y afectación en las despedidas. La gente sin alma, los ultraliberales, los de la máquina de fango, y los de los pseudomedios, cierran su cuenta y se largan. Pero estamos viendo estos días que hay muchos usuarios progres que viven en una bellísima ensoñación digital, conscientes de que el mundo se organiza circundando el preciso contorno de sus pelotas, y así se ven en la obligación de exudar densísimos párrafos justificativos en su huida, aportando consuelo a los que, como yo, llevábamos ya tres vueltas del cable de ratón alrededor del cuello y estábamos a punto de tirar con fuerza y dejar este metaverso de lágrimas.
Escriben esos largos y solemnes comunicados de despedida tuitera porque, como todo progre que se precie, se toman demasiado en serio a sí mismos. Son conscientes de que solo con su lucha es posible cambiar el mundo. Nuestros caídos en la guerra digital estaban realmente convencidos de que podían cambiar el planeta en calzoncillos desde su sofá, comiendo pizza y bebiendo Coca-Cola, tan solo escribiendo unas decenas de caracteres en el móvil. No soy capaz de entender, en medio de mi zozobra, qué ha podido salir mal. Y ahora se van, ahora se escapan de mi vida, como Laura. Soy, en fin, un océano de amargas lágrimas mientras tecleo. Los mantendremos siempre en nuestra memoria. HDP, amigos. Siempre se van los mejores.
