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Santiago Navajas

Donald Sánchez y Pedro Trump

Donald Trump y Pedro Sánchez son la cara y cruz del mismo fenómeno político, el que combina la posverdad con el antiliberalismo y el populismo.

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En la política contemporánea, Donald Trump y Pedro Sánchez son la cara y cruz del mismo fenómeno político, el que combina la posverdad con el antiliberalismo y el populismo. Si la democracia liberal consiste en un sistema que se basa en la distinción entre hechos e interpretaciones, instituciones para limitar el poder y el debate racional, Trump y Sánchez, Donald y Pedro, son los mascarones de proa de un sistema completamente diferente cimentado en narrativas subjetivas, desafíos a las estructuras establecidas y la primacía de la voluntad popular interpretada por líderes carismáticos.

La posverdad, entendida como el uso de narrativas emocionales para moldear la opinión pública por encima de los hechos objetivos, es un terreno en el que ambos líderes han mostrado destreza. Donald Trump destacó por su habilidad para construir realidades alternativas, como cuando insistió en que su inauguración presidencial tuvo una audiencia récord, a pesar de las evidencias fotográficas en contrario, o más recientemente cuando afirmó que la guerra con Rusia la había empezado la propia Ucrania. Su enfoque se basa en apelar a las emociones de sus seguidores, priorizando la lealtad a su figura sobre la veracidad estricta. Pedro Sánchez, aunque con un estilo más institucional (ni una mala palabra, ni una buena acción), también ha sabido manejar narrativas que se desvían del respeto los hechos. Un ejemplo notable es su gestión del relato durante la pandemia de COVID-19 que le llevó a permitir manifestaciones masivas durante el 8M feminista y a inventar un inexistente "consejo de expertos". Asimismo, su capacidad para revertir promesas electorales y justificarlas con discursos emocionales sobre "progresismo" refleja una estrategia que privilegia la construcción de una historia conveniente (para él) sobre la coherencia fáctica.

Aunque el antiliberalismo de Trump y Sánchez se manifiesta de formas distintas, ambos han mostrado una tendencia a desafiar o reinterpretar las normas y estructuras liberales tradicionales. Trump atacó abiertamente las instituciones democráticas estadounidenses, desde cuestionar la legitimidad de las elecciones de 2020 hasta presionar a los tribunales y al Congreso para que se alinearan con sus intereses. Su retórica antiestablishment, que pintaba a las élites políticas y mediáticas como enemigas del pueblo, erosionó la confianza en los pilares del sistema liberal. Sánchez, por su parte, ha adoptado un enfoque más sutil pero no menos significativo. Su gobierno ha sido criticado por maniobras como el uso intensivo de decretos-leyes, que concentran poder en el Ejecutivo y reducen el debate parlamentario, o por pactos con partidos independentistas que algunos ven como una cesión ante fuerzas que desafían la unidad del Estado liberal español. Aunque no llega al nivel de confrontación directa de Trump, su disposición a priorizar la gobernabilidad sobre las formas tradicionales de consenso institucional sugiere un pragmatismo que a veces roza el antiliberalismo. Expresándolo en términos de Maquiavelo, Sánchez es un zorro mientras que Trump es un león, pero ambos se parecen en usar sus garras y colmillos en desgarrar el tejido democrático y en verter la sangre liberal.

El populismo, entendido como la apelación directa al pueblo frente a las élites, es el punto de mayor convergencia entre ambos. Trump se presentó como la voz de los olvidados, los trabajadores de clase media estadounidense supuestamente traicionados por la globalización y las clases política, académica, financiera y mediática. Su estilo bravucón y su rechazo a las normas básicas de educación y cortesía le valieron un apoyo masivo entre quienes se sentían marginados por el sistema. Ha salido tan envalentonado que se cree Napoleón y proclama, como un Puigdemont cualquiera aunque con la llave del mayor arsenal nuclear del mundo, que "el que salva al país no viola ninguna ley", cosa que firmarían sin pestañear Maduro, Xi Jinping y, claro, Putin.

Sánchez, desde una perspectiva autoproclamada como progresista, también ha recurrido al populismo, aunque con un tono más moderado. Su discurso frecuentemente divide el panorama entre "la derecha" —asociada a privilegios y reacción— y su proyecto, identificado con "la gente" y una pretendida justicia social. Esta dicotomía maniquea, polarizadora y guerracivilista se vio claramente en su respuesta a las protestas por la sentencia del procés catalán o en su manejo de la crisis económica, donde presentó al gobierno como el defensor del pueblo frente a los intereses de los poderosos. Aunque menos visceral que Trump, Sánchez ha sabido movilizar a su base con un mensaje que simplifica las complejidades políticas en una lucha moral y le ha llevado a amnistiar a golpistas, tanto por interés como por complicidad, y a defender a corruptos condenados.

Claro que operan desde polos ideológicos opuestos: el primero, un conservador nacionalista; el segundo, un socialdemócrata con proclamas progresistas. Pero Donald Trump y Pedro Sánchez, cada uno a su manera, encarnan rasgos de una política contemporánea donde la verdad es maleable, las instituciones son instrumentos al servicio del poder y el pueblo se convierte en el símbolo legitimador de sus decisiones. Aunque sus objetivos y métodos difieren, ambos reflejan cómo la posverdad, el antiliberalismo y el populismo han redefinido el liderazgo en un mundo polarizado. Sus similitudes no solo iluminan sus trayectorias individuales, sino que también señalan las corrientes profundas que atraviesan la democracia global en el siglo XXI. Nos advirtió George Orwell en 1984 que "el Partido te dijo que rechazaras la evidencia de tus ojos y oídos. Era su última y más esencial orden". Donald Sánchez y Pedro Trump no les piden a sus seguidores que rechacen lo que les dicen sus ojos y oídos, sino que se saquen los ojos y se arranquen los orejas. Y les están haciendo caso.

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