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"¿De quién depende la Fiscalía?"

Que el Gobierno nombre al Fiscal General no implica que deba protegerlo a toda costa, incluso cuando su permanencia supone una amenaza

Que el Gobierno nombre al Fiscal General no implica que deba protegerlo a toda costa, incluso cuando su permanencia supone una amenaza
EFE

¿Qué nos está pasando? ¿O qué habría de pasar para que un presidente elegido democráticamente asalte cada día las instituciones que le han permitido llegar al poder? A estas alturas nadie en España duda que Pedro Sánchez jamás dimitirá por su voluntad, como nadie duda que jamás se planteó dimitir en su retiro espiritual de hace un año, ni en ningún otro momento. Es un fraude en sí mismo.

Ante ello, es bueno recordar obviedades, no fuera que acabáramos olvidándonos de que la Democracia garantiza la libertad y la ley, porque tiene límites, no sólo en las reglas de juego, sino en los comportamientos éticos y la ejemplaridad.

De sus frentes abiertos, el último es especialmente vergonzoso. La decisión del Tribunal Supremo de procesar al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, por un presunto delito de revelación de secretos, ha generado un terremoto institucional que afecta de lleno al corazón del Estado de derecho. Sin embargo, el verdadero escándalo no reside únicamente en el procesamiento judicial en sí —grave por naturaleza—, sino en la obstinada negativa del propio fiscal a dimitir y, más aún, en el respaldo político incondicional que le brinda el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Este episodio no solo compromete el prestigio de la Fiscalía General del Estado, sino que también erosiona principios esenciales del constitucionalismo democrático: la separación de poderes, la ética pública y la confianza ciudadana en las instituciones.

Desde el punto de vista jurídico, resulta indefendible que quien ostenta la máxima responsabilidad del Ministerio Fiscal continúe en el cargo mientras pesa sobre él un procesamiento penal. El artículo 124 de la Constitución Española otorga al Fiscal General una función crucial: promover la acción de la justicia y velar por la legalidad. Esta responsabilidad no es meramente formal: implica ejercer con integridad una función imparcial, sometida solo a la ley. Si quien debe perseguir los delitos es a su vez acusado formalmente por los tribunales superiores, se produce una quiebra de legitimidad que daña la credibilidad del sistema penal en su conjunto. La permanencia de García Ortiz vulnera el principio de ejemplaridad que debe regir el comportamiento de los altos cargos del Estado.

En el plano político, la situación es aún más preocupante. Álvaro García Ortiz fue nombrado por el propio Pedro Sánchez, quien desde el primer momento lo presentó como un fiscal de "plena confianza". Esta dependencia política del Ejecutivo ha sido una constante preocupación en torno a la autonomía de la Fiscalía. No olvidemos que uno de los grandes pilares del Estado democrático es la separación de poderes. Que el Gobierno nombre al Fiscal General no implica que deba protegerlo a toda costa, incluso cuando su permanencia supone una amenaza institucional. El hecho de que el presidente del Gobierno haya restado importancia al procesamiento, escudándose en tecnicismos o minimizando su gravedad, revela una concepción instrumental del poder público y una preocupante indiferencia hacia los controles del Estado de derecho.

Ética y políticamente, la continuidad de García Ortiz lanza un mensaje devastador a la ciudadanía: que la impunidad es tolerable si se tiene el respaldo del poder político. En un momento de creciente desafección democrática, los gobernantes tienen la responsabilidad moral de fortalecer las instituciones, no de debilitarlas. En lugar de cesarlo o pedirle la dimisión, el presidente Sánchez ha optado por blindarlo, reforzando la percepción de que determinados cargos gozan de una inmunidad política incompatible con los principios republicanos. Aunque viendo a Santos Cerdán, cómo acaba de recurrir ante el TC su excarcelación, se puede apreciar hasta que pozos sépticos ha bajado la manipulación de las instituciones. Conde Pumpido, presidente del TC, como García Ortiz, al servicio de Pedro Sánchez. Estamos tocando fondo.

Más allá de estos casos concretos, lo que está en juego es la calidad de nuestra democracia. Cuando se debilita la frontera entre el interés público y los intereses partidistas, se inicia un proceso de degradación institucional que solo puede desembocar en desconfianza, polarización y cinismo ciudadano. La democracia no se protege solo con leyes, sino también con actitudes responsables, con dimisiones cuando corresponde y con respeto escrupuloso por los contrapesos institucionales.

Resulta pertinente recordar que en otras democracias consolidadas, como Alemania o Reino Unido, la mera sospecha o inicio de una investigación judicial sobre un alto cargo suele acarrear la dimisión inmediata o el cese fulminante, no por asunción de culpabilidad, sino por respeto a la institución. En España, en cambio, la permanencia en el cargo de un procesado al frente de la Fiscalía General se presenta como un signo de fortaleza política, cuando en realidad es una muestra de debilidad democrática.

La solución pasa por una regeneración del sistema institucional que empiece por exigir responsabilidades a quienes ocupan los cargos de mayor relevancia pública. García Ortiz debería dimitir de inmediato, por responsabilidad institucional. Y Pedro Sánchez debería cesarlo si el Fiscal no lo hiciere, por respeto al Estado de Derecho. No puede haber confianza en la justicia si quien la dirige está procesado. Y no puede haber fe en la democracia si quien gobierna la utiliza para proteger a los suyos, por encima del interés general.

CODA: El próximo gobierno ha de revertir esta situación radicalmente. Sin paños calientes, ni estrategias consolidadas que le pudieran beneficiar. Lo que ha prometido Feijóo a la vuelta de verano (derrocar las leyes del sanchismo, y fortalecer las instituciones) no ha de ser un reclamo electoral, sino una promesa sagrada.

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